En las tardes calurosas de verano, de pequeño, a veces, me
gustaba jugar a ser Dios en el patio de mi casa. Reconozco que era uno de los
juegos que menos ilusión me hacía a pesar de que suene a algo tan
transcendental y que me decantaba por él cuando estaba aburrido de hacer otras
cosas.
Consistía en localizar un foco de hormigas y utilizar mi
ventajosa posición descomunal con respecto a ellas para dar rienda suelta a mis
caprichos: aplastar a una, quitarle la carga a otra, aislar totalmente a otra,
mandar una inundación arrojando un potente chorro de agua por la boca o
recompensarlas con manjares (cáscaras de pipas o migajas de pan)
Era una
especie de Zeus caprichoso o de Yahvé en los capítulos más negros del Antiguo
Testamento. Sin embargo, mi poder con respecto a ellas era limitado ya que nunca pude pedirle a ninguna de ellas que
sacrificara a su hija en señal de fe y comprobar si existía entre ellas un
Abraham fanático de su deidad opresora y veleidosa de apenas ocho años de edad,
toda una eternidad para una hormiga, pensándolo fríamente.
Contrariamente a la idea de omnipotencia que las hormigas
pudieran hacerse de mí, no era más que un cutre titán infantil aburrido que
mataba el tedio.
Cuando presencio alguna injusticia en forma de desastre
natural, no puedo evitar pensar en el paralelismo entre la posible fuerza
creadora del universo y mi supremacía con respecto a las hormigas.
A lo mejor esa fuerza no es más que un descomunal gigante
mortal que busca distraerse un rato con nosotros. Tal vez no seamos más que
hormigas que visten de traje en ocasiones especiales.
¿Seremos solo un juego estival de niño hastiado?