jueves, 6 de octubre de 2016

DECISIONES

Cuando el miedo se apodera de ti, estás perdido.
No es necesario que sea un pavor intenso, basta solo con que se trate de una ligera sensación de incomodidad a la altura del pecho o simplemente una duda con respecto a tu futuro tras un cambio.

Ese miedo moderado sostiene edificios defectuosos con el consiguiente peligro de derrumbe inminente.

El “más vale pájaro en mano”, el “¿dónde voy yo ahora?”, el “más vale malo conocido” es el eje vertebrador de la inmensa mayoría de edificaciones.

La imaginación está hecha de saltos al vacío, de simulacros de asesinato y de suicidios fingidos, de rupturas radicales con el pasado que nunca se producen.
La inmensa mayoría no somos más que cobardes con arrebatos de temeridad, conformistas travestidos de rebeldes.

 A pesar de todo, en toda existencia acontecen momentos epifánicos en los que una revelación o la comprensión verdadera de una realidad nos cambia la óptica de la vida. El día que aprendí que es imposible saber si las decisiones que hoy tomas son buenas hasta que no se vean las consecuencias de haber tomado dicha decisión, me hice un poco menos miedoso y logré desvincularme de “Ysilandia” (¿Y si hubiese elegido la otra opción?)
No podemos empecinarnos en seguir el rastro fantasma de lo que pudo haber sido si hubiésemos optado por algo que decidimos refutar.

Otra gran revelación que me ayudó a descargarme de comeduras de cabeza fue el comprobar que el factor suerte juega un papel determinante en la mayoría de las decisiones importantes que tomamos. Me da rabia todo el tiempo perdido intentando pulir mi faceta de estratega, como si uno pudiera ejercer un control férreo sobre el azar caprichoso.

No podemos anquilosarnos en el continuismo de lo que nos parece mejorable, pero tampoco podemos huir de nosotros mismos. Tenemos la suerte o la desgracia de ser nuestra más fiel compañía desde la cuna al ataúd. Es imposible divorciarse de uno mismo.

A la hora de tomar una decisión, hay que intentar evaluar las posibles consecuencias y sopesar los pros y los contras; pero nunca podremos adivinar el futuro. Nadie puede vaticinar nada, a pesar de que el mundo está lleno de supuestos profetas que a toro pasado te recuerdan que te advirtieron de que te estabas equivocando.

A todos estos visionarios les dedico esta entrada y les recuerdo que nunca sabremos de qué peor suerte nos libró la mala suerte.

martes, 4 de octubre de 2016

LA RATA CON CALVAS Y OJOS AMARILLOS

Sócrates pensaba que obrar mal era sinónimo de ignorancia porque el que conocía de verdad la virtud la elegía siempre. Defendía el intelectualismo moral hasta el punto de insistir en que el que obra mal no es consciente de ello porque de lo contrario no actuaría de esa forma.

Yo lamento ser un poco menos optimista y estoy convencido de que ser consciente de que algo hace daño a un tercero no te impide llevarlo a cabo.

Se trata de algo así como el rancio: “¿Adónde vas, Andrés? A mi propio interés” del refrán. Y si para conseguir lo que quiero es necesario pisotear un poquito o mucho a alguien, que se fastidie, ¡que no hubiera nacido! El ser humano es capaz de pasarse la máxima de la ética kantiana de no tratar a las personas como medios sino como fines en sí por el arco del triunfo con demasiada facilidad.

Hoy quiero centrarme en esas faltas de consideración con el prójimo, el dejarse invadir por el egoísmo aún siendo consciente del posible perjuicio a los demás. El “si hubiera sido él/ella, seguro que no hubiese pensado en mí” que justifica cualquier falta de civismo, solidaridad o respeto. El bicho con forma de rata con calvas y ojos amarillos que todo ser humano lleva dentro de una manera u otra. Lo que nos aparta de los demás y nos atrapa dentro de nosotros mismos convirtiéndonos en cíclopes de garras afiladas. Lo que nos aleja de nuestra candidez infantil conduciéndonos a la adultez bien curtida.

Esa rata sale de su alcantarilla y es capaz de mantener la mirada a su víctima.


Esa rata, a veces no está encerrada en el ser humano, a veces es el propio ser humano.