En el
folleto explicativo de la programación ponía que la asignatura “Lengua y
Literatura Francesas” se impartiría progresivamente en francés según se fuese
avanzando en el estudio del idioma.
Como yo no sabía ni decir “ventana” en francés, aluciné en
colores cuando en la primera clase de literatura francesa, un señor bajito con
aspecto de intelectual, comenzó a leer “La Caída” de Albert Camus en francés.
Como era de esperar, nadie podía seguir las clases porque la
mayoría solo habíamos estudiado inglés en el instituto, así que el profesor nos tuvo que dejar en
reprografía una fotocopia en versión bilingüe francés-español para las clases
sucesivas y así poder pasarse las horas leyendo a Camus y quejándose de lo mala
que era la traducción.
A veces echo de menos mi precariedad laboral.
Antes de lanzar todo tipo de improperios sobre mi persona,
dejadme explicar el porqué.
Cuando terminé la carrera y no tenía trabajo fijo me hice
cursillista y cazador de becas, y la verdad que mi vida era pura incertidumbre
y aventura. Esta fase de mi vida fue la que más me curtió con diferencia.
Primero me fui a Irlanda del Norte con una beca-trabajo a enseñar
español, y tanto me gustó la experiencia que cuando se me acabó y tuve que
volverme a España, volví a solicitar la misma beca, pero esta vez para Francia.
A pesar de haber asistido a las clases del pedante trajeado
que leía a Camus en voz alta, no aprendí mucho francés en la facultad. Tuve que
irme a Irlanda y rodearme de franceses para hacerme el oído un poco. Los
franceses hablan francés a la perfección pero lo que es el inglés…
Tanto oírlos hablarme en inglés con la estructura
del francés me ayudó a forjar una base del idioma y dos años más tarde solicité el
puesto de auxiliar de conversación en Francia, como ya sabéis.
El sueldo era de 700 euros aproximadamente, pero en el
instituto donde daba clases, el director nos ofreció a mí y al auxiliar de
conversación de alemán un apartamento para profesores que iban a demoler al año
siguiente (dato importante a tener en cuenta para que os hagáis una idea del
estado del inmueble)
Así fue como me hice “okupa legal”, porque la verdad, cuando
entramos en el piso vacío (sin nevera, sin muebles, sin lavadora) fuimos indignados
a “quejarnos” al director.
Bueno, mi francés rudimentario de inmigrante recién llegado
de por aquel entonces no daba para sacarle los colores al director, así que lo
único que pude decirle fue:
-Il n´y a pas de
meubles, pas de lit, pas de machine à laver, pas de frigo, monsieur! (Mire usted, no hay muebles, ni
cama, ni lavadora ni frigorífico)
“Monsieur le proviseur”
tenía una dicción muy buena y una educación, corrección política y capacidad de
convicción digna de todo un
“afrancesado”, así que sonó muy convincente cuando nos dijo que era todo
lo que nos podía ofrecer y que si no estábamos conformes que buscásemos una
habitación para estudiante o un piso de alquiler cuyo precio rondaba los 600
euros en el barrio más modesto, aproximadamente.
Así que salimos del despacho de dirección pronunciando al
unísono “merci beaucoup, vous êtes très
gentil”
Tener un sueldo precario y un apartamento desamueblado a
punto de ser derruido solo te conduce a un sitio: IKEA.
Compramos un par de mesitas auxiliares de a “nueve euros la
unidad”, cojines de “a euro” y montamos una especie de “tetería en el salón”.
Luego compramos cada uno un colchón que tuvimos que transportar en el tranvía
ante la mirada atónita de todos los pasajeros, y poniendo cara de animalitos
abandonados conseguimos que los vecinos nos prestasen una cafetera y un
hornillo.
También conseguimos un
par de pupitres y de sillas del instituto y a veces el “surveillant “nos daba
algo de comida.
Pero nos dio un ataque de pánico cuando nos dimos cuenta de que
no teníamos donde enfriar las cervezas para las fiestas porque la vulgaridad de
no tener donde conservar la comida se podía sobrellevar más o menos pero eso de no poder beber
cerveza bien fría lo llevábamos fatal.
El problema lo solucionamos llenando el balcón de litronas y
latas de cerveza, porque reparamos que en la calle hacía más frío que en el
cumpleaños de Pingu, por lo tanto ¿qué
sentido tenía montar aquel drama por un superfluo frigorífico?
El alemán que compartía piso conmigo era pintor y llenó de
dibujos todas las paredes de la casa, yo contribuí escribiendo citas famosas y
letras de canciones.
La comida la sacábamos de la cantina escolar ya que las
carillas de perros pachones de ojos tristes y llorosos nos hacían
irresistibles. Hasta nos ofrecieron una tarjeta de estudiante para comer un
menú de lunes a viernes (nos apadrinaron como a unos niños del tercer mundo, prácticamente). Los fines de semana malcomíamos y tomábamos “jus d´orge” (zumo de cebada)
El piso era una sucesión ininterrumpida de fiestas. La vecina
del piso de abajo era cocinera de la cantina del instituto y no nos podía ni
ver. El alemán decía que a lo mejor era que no podía dormir, yo decía que era
envidia de la mala de ver lo bien que nos lo pasábamos.
La ropa la lavábamos en la bañera porque el concepto de ir a
la lavandería y echar monedas nos quedaba muy burgués (por cierto, es una falacia
lo del detergente a mano sin frotar)
En todos sitios decíamos que éramos estudiantes mostrando
cualquier tarjeta de lo que fuera con tal de que no estuviera en francés (yo
conseguí el abono de metro barato exagerando mi acento español y prometiendo que acababa de matricularme en
un curso de francés pero no tenía aún el carnet de estudiante. Mentira, no pisé
una academia)
Un salario precario en un país caro agudiza el ingenio, os lo
garantizo.
Pues eso, a veces echo de menos la aventura y la
incertidumbre y el tener que “buscarse la vida” cuando uno está empezando a vivir y a conocer el mundo.