martes, 18 de marzo de 2014

LA EXTRAÑA VISITA


Aquel chaval de doce años que cursaba séptimo de EGB y sacaba sobresaliente en todas las asignaturas menos en Educación Física recibió una tarde la visita de un extraño matrimonio compuesto por una señora gorda que llevaba un poncho color verdoso con dos borlas que jugueteaban moviéndose como un péndulo cada vez que ella hacía el más mínimo movimiento y un señor de dentadura medio podrida y pelo rizado grasiento.

-Hola, ¿estás tú sólo?

-No.

-¿Por qué no llamas a tu madre?

-Un momento.

Cuando su madre le preguntó de quién se trataba la visita, no supo qué decir porque aquel niño era incapaz de llamar a las cosas por su nombre.

-Un hombre y una mujer- respondió sin ser capaz de dar más detalles al respecto.

La gorda del poncho y el hombre que hacía caso omiso a las revisiones odontológicas anuales y era incapaz de controlar la excesiva secreción de sebo de su cuero cabelludo fueron conducidos al salón de la casa.

-Estamos aquí para hacerle ver la importancia de la mecanografía hoy en día. Si su hijo que hoy es un renacuajo no aprende cuanto antes, lo tendrá crudo el día de mañana. Ahora no se va a ningún sitio si no se sabe escribir a máquina.

La madre escuchaba con atención la advertencia de aquellos visionarios alarmistas haciendo caso omiso a los prejuicios que seguramente le despertaban el  aspecto desagradable de la visita.

-Oye, ven aquí. Mira, siéntate y pon las manos encima de la mesa.

El niño obediente de las buenas notas hizo lo que le pidieron.

-Coloca la mano derecha y la izquierda en la fila central de teclas de la máquina de escribir que hemos colocado en la mesa.

-¿Así?

-Muy bien. Esta es la posición inicial que adopta todo aquel que sabe escribir bien a máquina. Ahora te vamos a hacer una pregunta: ¿Para qué crees que se utilizará el dedo pulgar, es decir, los dedos gorditos?

El niño corroboró que lo que intuía era cierto, además de poco aseados, los intrusos subestimaban su inteligencia al verse obligados a aclararle lo que era el dedo pulgar.

-Pues imagino que será para pulsar la tecla larga que hay abajo.

-¡Muy bien! ¡Fantástico! Esa tecla se llama “barra espaciadora”. Este niño vale para la mecanografía.

No hizo falta mucha dialéctica para convencer a la madre para que apuntara a su hijo al cursillo de mecanografía que ellos iban a impartir en el pueblo en el que vivían. El chiquillo era inquieto y tenía siempre buena disposición a aprender cosas nuevas, el precio del curso, sin embargo, era algo elevado, pero el matrimonio de desaliñados prometía “regalar” un curso de informática al finalizar el de mecanografía.

Una vez cerrado el trato. Los zarrapastrosos entregaron al chaval una carpeta y le indicaron el horario de clases semanales despidiéndose de él haciendo uso de un tono infantil desmesurado que llegó a incomodarle.

-Bueno, chiquitín. Nos vemos el próximo lunes a las ocho de la tarde para empezar las clases. Ya verás qué fácil y qué pronto aprenderás a manejar este trastajo.

Como era viernes, el niño pasó el fin de semana deseando de que llegara el lunes y ensayando con la Olivetti de su hermano mayor. En uno de esos ensayos, su hermana, que le llevaba diez años de edad, lo vio peleándose con las teclas que siempre se le quedaban atascadas y le dijo:

-¿Al final te ha apuntado mamá al curso? ¿Vas a aprender a escribir a máquina como en las películas americanas cuando van a poner una denuncia a la comisaría? ¡Qué guay!

-Sí, ya sé pulsar la barra espaciadora. Mira, es con los dedos gorditos.

-A mí me hubiera encantado haber aprendido a escribir con todos los dedos y sin mirar al teclado. Debe ser super complicado. No te veo yo muy capacitado.

-¿Por qué no?

-Eres muy chico y eso sólo lo saben hacer los notarios y los que trabajan en oficinas, aparte de los de las películas americanas, pero eso son actores y en realidad no saben tampoco, hacen como que saben.

-Pues yo pienso aprender a escribir como Jessica Fletcher, la de “Se ha escrito un crimen”.


CONTINUARÁ.

 

 

miércoles, 12 de marzo de 2014

CÓMO SER INVISIBLE


Uno de los requisitos para ser invisible es saber anticiparse a lo que la gente que te rodea en cada momento considera tabú y escurrir el bulto y no mojarse cuando te decidas a abrir tu boquita de piñón si realmente quieres pasar desapercibido.

Cuando hablo de invisibilidad, me refiero a esas personas que son capaces de no significarse en ninguna reunión (yo tiré la toalla hace tiempo) Me pierde la vehemencia y el hastío que me producen los lugares comunes y muy a menudo acabo por meter la pata. ¡Menudo muermo si tu vida se convierte en un juego de tabú donde nunca le dan al chivato! (o al menos eso es lo que a mí me parece)

El caso es que estoy plenamente convencido que la gente de la que hablo es tremendamente insolente y políticamente incorrecta en su fuero interno, pero son hábiles en el manejo del eufemismo o esquivando tabúes. Hubo una época en la que me provocaban cierta admiración: ¿cómo harán para pegarse un punto en la lengua oyendo la cantidad de gilipolleces que les están soltando? ¿No serán ejemplares  del superhombre del que Nietzsche hablaba? Era una época en la que la visceralidad corría por mis venas y arreglaba todo arrojando veneno por doquier.

No hizo falta mucha reflexión para darme cuenta de que no llegaría muy lejos llamando al pan, pan y al vino, vino y comencé a observar a estos especímenes expertos en la indirecta y el circunloquio. Con el tiempo, supe templarme y advertir lo que la gente no quería oír, callando en una primera fase para más tarde, si la rabia contenida amenazaba mi equilibrio homeostático, defenderme haciendo uso de la perífrasis y el rodeo lingüístico.

Aparentemente, el eufemismo me permitía hablar sin levantar ampollas, pero se presentó un problema añadido: no todo interlocutor era capaz de reconocerlo y por ende, no siempre resultaba efectivo.

A las personas invisibles nunca les molesta nada. Nunca tienen una opinión contundente. Jamás se sienten indignadas, sólo “algo molestas” y su frase favorita es: “en fin, ¿qué le vamos a hacer?”

Lo siento, la tibieza me resulta anodina. Por más que me instruya en discernir la opinión vetada de la aceptada, nunca conseguiré perder mi visibilidad. Nunca llegaré a ser invisible.