Tras regresar de mi primera estancia en el extranjero como
auxiliar de conversación de español en Irlanda, volví a España con mi inglés
perfeccionado al lugar del que había partido: la lista del paro.
Como había acumulado tiempo cotizado, conseguí acceder a la
prestación por desempleo durante seis meses y como no encontraba ningún empleo
me decidí a inscribirme en un curso de “Formador Ocupacional” también llamado
“Formador de Formadores”. No podía
evitar sentirme como una matrioska cada vez que me sentaba frente a la
formadora que salió del paro para formar a formadores sin trabajo para que
éstos a su vez formaran en un futuro a desempleados. Esa era sin duda la prueba
fehaciente de que la sociedad industrial del siglo XIX había mutado en algo distinto.
El curso se impartía en Málaga y tuve
que alquilar un piso compartido. A mis compañeros los conocí allí, en el curso
de parados que se forman para formar a parados.
Una de mis compañeras era una chica que había estudiado
psicología y había hecho un máster en sexología como a ella le gustaba resaltar
cada vez que conocía a alguien.
Además de licenciada en psicología especializada en sexología
estaba loca de atar.
El curso era por la tarde y nosotros, que no teníamos nada
que hacer por la mañana, nos tomamos muy a pecho la importancia del tiempo de
descanso que el doctor Manuel Torreiglesias recomendaba en su programa “Saber Vivir” y nos levantábamos cuando el
cuerpo nos lo pedía.
Como a ninguno nos gustaba desayunar solos, el primero que se
levantaba se aseguraba de hacer el suficiente ruido en la cocina para despertar
a los otros hasta que cogimos confianza y nos despertábamos dando palmadas y
gritándonos: “Venga, vagos redomados, salid de vuestro letargo y haced algo
productivo por el país”.
Los desayunos se prolongaban hasta la hora del aperitivo.
Muchas veces, cuando terminábamos de desayunar, caíamos en la cuenta de que
teníamos el tiempo justo para ducharnos y prepararnos para el curso.
Confieso que me divertía horrores desayunando en la cocina mientras
hacíamos terapia en clave de humor ácido riéndonos de nosotros mismos.
En aquella época, el boom de la construcción estaba en su
máximo apogeo y la tele solo arrojaba datos optimistas del empleo en España:
“El paro vuelve a bajar por sexto mes consecutivo…”
-¿Cómo es posible?- gritaba la sexóloga loca a la pantalla-
¿A dónde habrán ido a recoger el muestreo los capullos de la EPA? Si hubieran
venido a esta casa no diríais lo mismo: tres parados de tres en edad activa.
Luego nos reíamos a carcajadas por no llorar. Ninguno de los
tres encontraba nada que se le pareciese a un trabajo digno por muchos
currículums que entregáramos en las famosas ETTs o en los buscadores de empleo
en internet.
-Ayer me llamaron con desconocido y pensé que se trataba de alguna
empresa a las que envié el currículum pero luego comprobé más tarde que se
trataba de una agencia de seguros que pretendía captarme como cliente- comentó
mi compañero.
-A mí ya no me quedan más colegios privados a los que enviar
el currículum, ya me he inscrito en Infojobs como personal de atención al
público con idiomas aunque no sepa muy
bien qué es eso - añadí yo.
-Yo estoy harta, voy a tener que montar mi agencia- apuntilló
la loca.
Una mañana en la que mi compañero no estaba en la casa, la
sexóloga desequilibrada me explicó su idea empresarial.
Por aquel entonces, las páginas de búsqueda de pareja en
Internet no eran tan populares como ahora y a mi compañera se le había ocurrido
crear una agencia matrimonial.
-Tú podrías especializarte en los clientes extranjeros, por
ejemplo. Podríamos anunciarnos en el periódico (internet estaba muy en pañales)
Yo hago las fichas y busco afinidades entre los candidatos de la base de datos.
Tú recibes a los clientes. Podríamos organizar actividades tipo “talleres de
caricias” que yo impartiría, no te preocupes; cenas y bailes, excursiones… Seguro
que nos va bien porque no hay nada así.
Mi compañera pretendía que nos convirtiéramos en lo que eran
Verónica Forqué y Antonio Resines en la serie: “Eva y Adán, Agencia
Matrimonial” y lo peor de todo es que yo le seguía el juego:
-Podríamos también ir reclutando clientes a pie de calle.
Habría que crearse unas tarjetas especiales con un eslogan con gancho tipo: “Engánchate
al último tren” o “Si el amor no llama a tu puerta, llama tú a la nuestra”.
Insistía en que había que centrarse en la tercera edad
convirtiéndome así en un visionario de lo que más tarde haría Juan y Medio en
Canal Sur por las tardes.
Estallábamos en carcajadas en el sofá mientras nos
visualizábamos emparejando a abueletes.
-Bueno, ¿y cuánto cobraríamos por el servicio?- preguntaba
yo.
-Yo creo que habría que establecer una cuota de alta tipo
matrícula y luego cobrar honorarios en caso de encontrarles pareja a los
clientes.
-¡Ya! Pero ¿cómo podemos estar seguros de que una vez que los
clientes se hayan conocido y se hayan emparejado no nos mientan y nos digan que
no se han gustado para ahorrarse nuestro impuesto sobre el amor?
Era tal nuestro estado de desesperación por trabajar que
fantaseábamos con empresas descabelladas y carentes de futuro.
Y sin embargo, cada día soy más consciente de que el germen
de los grandes proyectos es casi siempre una idea disparatada e insensata. La
locura sigue cimentando grandes negocios que en su etapa embrionaria eran eso:
necedades con poco futuro.
¿Quién sabe que hubiera pasado si nos hubiésemos tomado en
serio aquel ridículo proyecto? ¿Acaso las páginas de búsqueda de pareja tipo
E-Darling o Meetic no surgieron de unas mentes un tanto chifladas que optaron
por tomarse en serio sus majaderías?