martes, 28 de enero de 2014

EVA Y ADÁN


Tras regresar de mi primera estancia en el extranjero como auxiliar de conversación de español en Irlanda, volví a España con mi inglés perfeccionado al lugar del que había partido: la lista del paro.
Como había acumulado tiempo cotizado, conseguí acceder a la prestación por desempleo durante seis meses y como no encontraba ningún empleo me decidí a inscribirme en un curso de “Formador Ocupacional” también llamado “Formador de Formadores”.  No podía evitar sentirme como una matrioska cada vez que me sentaba frente a la formadora que salió del paro para formar a formadores sin trabajo para que éstos a su vez formaran en un futuro a desempleados. Esa era sin duda la prueba fehaciente de que la sociedad industrial del siglo XIX había mutado en algo distinto.  El curso se impartía en Málaga y tuve que alquilar un piso compartido. A mis compañeros los conocí allí, en el curso de parados que se forman para formar a parados.
Una de mis compañeras era una chica que había estudiado psicología y había hecho un máster en sexología como a ella le gustaba resaltar cada vez que conocía a alguien.
Además de licenciada en psicología especializada en sexología estaba loca de atar.
El curso era por la tarde y nosotros, que no teníamos nada que hacer por la mañana, nos tomamos muy a pecho la importancia del tiempo de descanso que el doctor Manuel Torreiglesias recomendaba en su programa  “Saber Vivir” y nos levantábamos cuando el cuerpo nos lo pedía.
Como a ninguno nos gustaba desayunar solos, el primero que se levantaba se aseguraba de hacer el suficiente ruido en la cocina para despertar a los otros hasta que cogimos confianza y nos despertábamos dando palmadas y gritándonos: “Venga, vagos redomados, salid de vuestro letargo y haced algo productivo por el país”.
Los desayunos se prolongaban hasta la hora del aperitivo. Muchas veces, cuando terminábamos de desayunar, caíamos en la cuenta de que teníamos el tiempo justo para ducharnos y prepararnos para el curso.
Confieso que me divertía horrores desayunando en la cocina mientras hacíamos terapia en clave de humor ácido riéndonos de nosotros mismos.
En aquella época, el boom de la construcción estaba en su máximo apogeo y la tele solo arrojaba datos optimistas del empleo en España:
“El paro vuelve a bajar por sexto mes consecutivo…”
-¿Cómo es posible?- gritaba la sexóloga loca a la pantalla- ¿A dónde habrán ido a recoger el muestreo los capullos de la EPA? Si hubieran venido a esta casa no diríais lo mismo: tres parados de tres en edad activa.
Luego nos reíamos a carcajadas por no llorar. Ninguno de los tres encontraba nada que se le pareciese a un trabajo digno por muchos currículums que entregáramos en las famosas ETTs o en los buscadores de empleo en internet.
-Ayer me llamaron con desconocido y pensé que se trataba de alguna empresa a las que envié el currículum pero luego comprobé más tarde que se trataba de una agencia de seguros que pretendía captarme como cliente- comentó mi compañero.
-A mí ya no me quedan más colegios privados a los que enviar el currículum, ya me he inscrito en Infojobs como personal de atención al público con idiomas  aunque no sepa muy bien qué es eso - añadí yo.
-Yo estoy harta, voy a tener que montar mi agencia- apuntilló la loca.
Una mañana en la que mi compañero no estaba en la casa, la sexóloga desequilibrada me explicó su idea empresarial.
Por aquel entonces, las páginas de búsqueda de pareja en Internet no eran tan populares como ahora y a mi compañera se le había ocurrido crear una agencia matrimonial.
-Tú podrías especializarte en los clientes extranjeros, por ejemplo. Podríamos anunciarnos en el periódico (internet estaba muy en pañales) Yo hago las fichas y busco afinidades entre los candidatos de la base de datos. Tú recibes a los clientes. Podríamos organizar actividades tipo “talleres de caricias” que yo impartiría, no te preocupes; cenas y bailes, excursiones… Seguro que nos va bien porque no hay nada así.
Mi compañera pretendía que nos convirtiéramos en lo que eran Verónica Forqué y Antonio Resines en la serie: “Eva y Adán, Agencia Matrimonial” y lo peor de todo es que yo le seguía el juego:
-Podríamos también ir reclutando clientes a pie de calle. Habría que crearse unas tarjetas especiales con un eslogan con gancho tipo: “Engánchate al último tren” o “Si el amor no llama a tu puerta, llama tú a la nuestra”.
Insistía en que había que centrarse en la tercera edad convirtiéndome así en un visionario de lo que más tarde haría Juan y Medio en Canal Sur por las tardes.
Estallábamos en carcajadas en el sofá mientras nos visualizábamos emparejando a abueletes.
-Bueno, ¿y cuánto cobraríamos por el servicio?- preguntaba yo.
-Yo creo que habría que establecer una cuota de alta tipo matrícula y luego cobrar honorarios en caso de encontrarles pareja a los clientes.
-¡Ya! Pero ¿cómo podemos estar seguros de que una vez que los clientes se hayan conocido y se hayan emparejado no nos mientan y nos digan que no se han gustado para ahorrarse nuestro impuesto sobre el amor?
Era tal nuestro estado de desesperación por trabajar que fantaseábamos con empresas descabelladas y carentes de futuro.
Y sin embargo, cada día soy más consciente de que el germen de los grandes proyectos es casi siempre una idea disparatada e insensata. La locura sigue cimentando grandes negocios que en su etapa embrionaria eran eso: necedades con poco futuro.
¿Quién sabe que hubiera pasado si nos hubiésemos tomado en serio aquel ridículo proyecto? ¿Acaso las páginas de búsqueda de pareja tipo E-Darling o Meetic no surgieron de unas mentes un tanto chifladas que optaron por tomarse en serio sus majaderías?

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 27 de enero de 2014

REACCIONES QUÍMICAS


 
1.

Somnolencia diurna, apatía, disminución del estado de alerta, confusión, fatiga, dolor de cabeza, mareo, debilidad muscular, alteraciones de la marcha o doble visión. Estos fenómenos aparecen predominantemente al principio del tratamiento y normalmente desaparecen tras la administración repetida.

Otros efectos secundarios como alteraciones gastrointestinales, cambios en la libido o reacciones cutáneas han sido comunicados ocasionalmente.

También pueden aparecer alteraciones de la memoria que podrían dar lugar a conductas inapropiadas.

 
2.

Reacción química de la oxitocina: una hormona relacionada con los patrones sexuales y con la conducta maternal y paternal que actúa también como neurotransmisor en el cerebro. También se piensa que su función está asociada con el contacto y el orgasmo. Algunos la llaman la "molécula del amor" o "la molécula afrodisíaca". En el cerebro parece estar involucrada en el reconocimiento y establecimiento de relaciones sociales y podría estar involucrada en la formación de relaciones de confianza y generosidad entre personas.

 
3.

Opresión precordial, punzadas en la región cardíaca, sensación de ahogo y dificultad respiratoria, sensación de vacío bajo el esternón, insomnio, dificultad para el conciliar el sueño, descanso deficiente, agitación y desasosiego, intranquilidad, nerviosismo, apatía, desmotivación, cansancio y fatigabilidad.

4.                        

  •  Intenso deseo de intimidad y unión física con el individuo (tocarlo, abrazarlo, besarlo e incluso relaciones sexuales).
  • Intenso deseo de reciprocidad (que el individuo también se enamore del sujeto).
  • Intenso temor al rechazo.
  • Pensamientos frecuentes e incontrolados del individuo que interfieren en la actividad normal del sujeto puro.
  • Pérdida de concentración.
  • Fuerte activación fisiológica (nerviosismo, aceleración cardíaca, etc.) ante la presencia (real o imaginaria) del individuo.
  • Hipersensibilidad ante los deseos y necesidades del otro.
  • Atención centrada en el individuo.
  • Idealización del individuo, percibiendo sólo características positivas, a juicio del sujeto.

En el número 1 se describen los efectos secundarios de un ansiolítico. El número 2 es una explicación química de una causa del enamoramiento. En el número 3 se describen los síntomas del desamor y el número 4 es el cuadro sintomático del estado de enamoramiento. He empleado la palabra enamoramiento y no amor adrede.

¿Somos química o tenemos alma? ¿Nuestros niveles hormonales determinan nuestro comportamiento convirtiéndonos en marionetas a pesar de que pensamos que somos libres o buscamos explicaciones físicas a fenómenos trascendentales? ¿Llegará el día en que una pastilla regule las reacciones químicas internas que nos hacen sufrir (ansiolíticos mucho más avanzados y efectivos que los actuales) y nos convierta en máquinas incapaces de sentir dolor ante una pérdida o un fracaso? ¿Inventarán la pastilla del enamoramiento, de la felicidad o de la indiferencia? ¿Tendrán un precio asequible y se expenderán sin receta médica? ¿Tendrán efectos secundarios o serán totalmente inocuas?  Y lo que más curiosidad me crea: ¿nos las tomaremos?

 

 

 

 

 

jueves, 23 de enero de 2014

DE ESENCIAS Y DELGADAS LÍNEAS



Existe una delgada línea que separa el bien del mal, lo positivo de lo negativo, lo deseable de lo detestable y lo grandioso de lo ridículo.

Hay que andarse con cuidado a la hora de mencionar los puntos fuertes propios porque el límite rebasado te convierte en un fanfarrón al que todo el mundo ridiculiza a sus espaldas.

Cuidado con transigir y actuar de manera generosa, exceder la linde te convierte en un papanatas del que todos abusan.

No bajes la guardia a la hora de intentar hacer reír a los demás, si traspasas la frontera, todo el mundo renegará de tu cargante y fatigoso carácter.

Mira a tu alrededor cuando veas tu belleza en su apogeo y piensa que más que una virtud es un estado transitorio que a veces te lleva a tratar con desdén y despotismo a los menos agraciados. Recuerda que si pasas la frontera adquirirás tintes divinos y te harás inaccesible al cariño carnal.

Mezcla en un recipiente transparente un poco de vanagloria y soberbia, otro de estupidez, una buena dosis de ridículo y sin sentido y remuévelo bien hasta mezclarlo con la base de mortalidad que venden en cualquier sitio. Deje reposar la masa antes de añadir los siguientes ingredientes: un puñado de sentimiento de culpa, otro de piedad, una cucharada  sopera de amor-odio y dos cucharaditas de distracción. No olvides aderezarlo con  una pizca de impaciencia, neurosis y miedo a lo desconocido. Mételo con cuidado en el horno a potencia media para no matarlo antes de tiempo y obtendrás la pasta de la que está hecha cualquier ser humano perdido en la vida.

Las fronteras están hechas para contener esa pasta-base que se empeña en salir del molde que la retiene.

Tened mucho cuidado.

 

 

miércoles, 22 de enero de 2014

EXIGIR ESTÁ DE MODA


Tiene usted derecho a llenar la bañera hasta el borde cada mañana para tomar un relajante baño mientras repasa los puntos a tratar en su ponencia titulada “El Fuerte Impacto Medioambiental de los Pantanos” y a quejarse de que nunca nadie cuente con usted aunque usted nunca llame a nadie.

Puede quejarse de los malos modales ajenos mientras mastica un bocado de comida en la mesa mostrando a los demás el bolo alimenticio dentro de su boca e insultar al camarero cuando le sirva la sopa fría aunque usted llegue tarde al trabajo.

Es legítimo que usted se lamente si los demás no reaccionan en todo momento  como usted tenía previsto y puede demandar la pena de muerte para todo aquel que haya decidido retirarle el saludo aunque usted nunca pierda el tiempo en interesarse por ellos.

Sentencie a todo aquel que opine de manera diferente o entienda la vida de otra forma. Está más que justificado que usted se crea en posesión de la verdad absoluta.

Tache de reprobable todo aquello que no entienda o tema.

Es razonable que usted sienta nostalgia por el tiempo pasado y se queje de que ya nada es como antes y tilde de antiguo al que se remonte más atrás de su etapa preferida.

Ahorre en objetos de primera necesidad para gastarlo en pequeños caprichos prescindibles de primera marca.

Enjuicie a sus progenitores hasta que usted se convierta en padre; entonces, censure el comportamiento de sus hijos y reprócheles lo equivocados que están.

Recoja firmas para condenar a cadena perpetua a quien decidió romper lazos con usted porque ya no sentía nada o mejor aún, contrate un sicario y aniquílelo.

Sea muy cotilla y exija siempre discreción o mejor aún, no suelte prenda de sus miserias.

Vitupere a quien canturrea cerca de usted cuando está de mal humor y catalogue de misántropo huraño a quien tenga un mal día cuando usted esté eufórico.

Una de mis greguerías favoritas de Ramón Gómez de la Serna dice así:

“Nerviosismo de la ciudad: no poder abrir el paquetito de azúcar para el café”.

Pues eso, la ciudad y su neurosis…

 

 

 

martes, 21 de enero de 2014

LA MATER DOLOROSA (Continuación de "Cómo conocí a Isabel I")


Como era la feria del libro, el jefe de sección me comunicó que yo estaría en un stand especial que habían habilitado en el exterior el primer día junto con el oso trajeado. Pusieron un par de montañas de bestsellers en la puerta y una caja registradora del diablo, a mí con mi traje de una talla más y al oso codicioso que siempre quedaba el primero en el ránking de ventas.
Hacía un día soleado y bastante caluroso, transcurrida una hora desde que había fichado, el oso trajeado vino a por mí para llevarme al stand callejero.
Cuando salí a la calle, el oso me explicó que cuando algún cliente pidiera un título que no fuese un bestseller de los que habían sacado, había que enviar al cliente al interior del edificio donde estaba la biblioteca completa. Como yo no tenía ni idea de los libros que había, me limitaba a cobrar a los clientes que ya habían elegido su libro y si alguno me pedía algún tipo de indicación o me hacía una consulta de otro tipo le decía:
-Eso dentro.
Si alguno me pedía pagar con tarjeta o de cualquier otra forma de pago diferente a “en metálico contante y sonante” y   que había que traducir a códigos que en su día dictó la reina Isabel I en el taller de formación y cuya complejidad era para mí equiparable a la de los jeroglíficos egipcios, también los mandaba dentro
Mientras tanto, el oso hacía su agosto vendiendo libros a diestro y siniestro. En lo que yo despachaba un libro en mi caja, él vendía cuatro y le decía a los clientes que no encontraban el que buscaban que volvieran al día siguiente que él se lo tendría preparado.
A las siete de la tarde aproximadamente, recogieron el stand de libros y me mandaron dentro del edificio de nuevo donde iría conociendo al resto de vendedores de mi departamento.
Nada más entrar, una chica joven con la falda torcida (tenía la raja de la falda del uniforme mal colocada) se dirigió a mí para preguntarme el nombre y decirme ella el suyo.
Yo que  creía ocupar un subapartado más abajo de la base del organigrama piramidal de la empresa y resulta que había aún empleados con condiciones más precarias que yo. La chica de la falda torcida acababa de terminar filología hispánica y la habían contratado solo para diez días a media jornada. Seguramente no mintió como yo en la entrevista de trabajo.
Si pardillo era yo con mi traje de una talla más y mi absoluta ignorancia en el gremio de comerciales, más pardilla era la pobre que habría leído a Larra y a todos los clásicos de la literatura española, pero tampoco sabía quiénes eran Kika Superbruja ni el Capitán Calzoncillos y muchísimo menos dónde se hallaban dichos títulos en la caótica librería.
La chica de la falda torcida era muy lenta y se movía de manera torpe y poco decorosa, era además obediente y servicial rozando lo servil, pero tenía suerte; muchos clientes le daban los libros que ellos habían encontrado en la vorágine de estanterías que no atendían a ningún tipo de lógica u orden para que ella se los cobrara. Tenía aspecto un  poco desaliñado y el pelo mal recogido en un amago de moño decente e iba desprovista de maquillaje mostrando su desnudo rostro cubierto de barrillos, puntos negros y demás imperfecciones; no había seguido las indicaciones de la reina Isabel I y no se había preguntado esa mañana frente al espejo si iba bien arreglada para ser merecedora de su puesto.
A mí me buscaban los que querían hacer algún tipo de consulta sin intención de comprar nada y yo los mareaba con mi pseudoprofesionalidad hasta conseguir librarme de ellos.
-         ¿Qué libro me recomendaría para un regalo de comunión que no sea muy caro?

-         ¿No conoce usted al Capitán Calzoncillos? Seguro que su nieto se lo pasa pipa leyendo sus aventuras.
 
-         No sé. No lo veo apropiado para una comunión.

-         Harry Potter está haciendo furor.

-         Bueno, voy a dar una vuelta a ver si veo algo que me convenza más.
 
Otro conato de venta que quedaba en agua de borrajas.
 
-         ¡Hola! ¿Tú también eres nuevo, verdad?
Me giré para responder poniéndole rostro a la voz que me reclamaba. Se trataba de una señora de mediana edad con aspecto y ademanes dignos de una mujer con varios títulos nobiliarios.

-         Encantada de conocerte, y ya sabes, por aquí estoy por si alguien te pregunta por una enciclopedia.

La mujer de múltiples títulos nobiliarios tampoco poseía condiciones laborales que la colocaran por encima de mí en el organigrama de la empresa. Ni siquiera tenía sueldo base. Iba sólo a comisión. Eso sí, se movía y actuaba como si fuese una multimillonaria ejerciendo labor de voluntariado en un mercadillo solidario. La archiduquesa venida a menos se quejaba de su mala suerte al verse obligada a vender enciclopedias en papel en una época en la que las enciclopedias digitales u online empezaban a comerle terreno a pasos agigantados a las versiones impresas tradicionales. De su frugal y efímera presencia aprendí una gran lección que aún a día de hoy atesoro: es imposible vender un producto en el que no crees ni tú mismo. No vendió ni una sola enciclopedia en los quince días que yo estuve trabajando allí.
-(Voz susurrada) ¡Oye, ven aquí un momento, por favor! Espera, colócate ahí de pié tapándome bien. Un poco más a la derecha. Sí, ahí.
La pelirroja de metro noventa se agachó detrás del mostrador donde estaba la caja registradora inhumana que sólo obedecía a códigos ignotos a mí para mordisquear una galleta.
-Gracias, perdona que te haya molestado. Cuando yo te diga, mira con disimulo a la bola negra que hay en la parte superior a tu derecha. Es una cámara. Nos están vigilando. He visto antes que te has apoyado en el mostrador. No lo hagas mucho que te van a llamar la atención. Ahora sí, ya puedes mirar como quien no quiere la cosa.
La pelirroja me dijo su nombre y me dio la bienvenida al inhóspito mundo de la lucha darwiniana por la comisión.
Al cabo de un rato apareció ella, una mujer de unos cuarenta años largos con media melena y sonrisa y rostro apacible: mi mater dolorosa.
-Creo que eres el único que me falta por conocer de los nuevos. ¿Cómo te llamas?
Mi protectora se me presentó dándome la bienvenida y ofreciéndose a ayudarme en todo lo que necesitara.
-No tengas el más mínimo reparo en interrumpirme si lo necesitas. Al principio es normal que estés perdido, pero ya verás que no es tan complicado, seguro que lo haces bien.
Siempre estaba cerca de mí, hacía como que no estaba pendiente pero cada vez que me notaba en un aprieto aparecía por arte de magia y me solucionaba el contratiempo. Se interesó por mi situación. Hablaba mucho conmigo en las horas de menos afluencia de clientes.
Me contó que tenía un hijo de mi edad y que le recordaba un poco a él.
-Has terminado hace poco la carrera, ¿verdad? Estudia mucho y sal de aquí. Esto es un infierno.
He desarrollado una superstición un tanto pueril y creo que cuando me encuentro en una situación poco favorable, sólo cabe esperar que me ocurra algo bueno. Es la ley de la compensación, como a mí me gusta llamarla.
La mater dolorosa era una prueba fehaciente sobre la que fundamentar mi superstición bien enraizada.
Vendía libros y fingía estar muy ocupada para cederme la venta:
-¡Cóbrale a estos señores que me tengo que marchar a catalogar un paquete que ha llegado!
Me quitaba el muerto de encima cuando se avecinaba algún cliente pelmazo.
-Yo atiendo a este caballero. Aquella caja está libre. Hazme el favor de cobrarles a estos clientes que llevan un rato esperando aquí.
Gracias a ella, mi reputación como comercial traducida en volumen de ventas que era lo que realmente importaba no fue nefasta y mi lucha por la supervivencia no fue tan penosa como yo presagié en un principio.
Podría seguir contando en sucesivas entregas como fui conociendo al resto de compañeros que, como yo, tenían que ingeniárselas para saldar mercancía alentados por el incentivo de la comisión y hablaros de C., la joven promesa que fue ascendido durante mi permanencia en aquella institución darwiniana, o de L., que siempre estaba hablando de su novio y ausentándose de la librería para ir a fumar a los baños, o de cómo un día me intentaron hacer la novatada de enviarme a la séptima planta a hablar con un responsable inexistente que requería mi inmediata presencia pero que nunca llegué a sufrir porque mi mater dolorosa me confesó furtivamente que se trataba de una información falaz. Pero no voy a hacerlo, prefiero darle variedad al blog, contaré otras cosas. Algunos de vosotros me habéis comentado que mis aventuras como vendedor dan para una novela, y es posible.
Todo lo que os he contado sucedió hace 12 años y el hecho de sentarme a escribirlo me ha hecho revivirlo todo demostrándome que la escritura es un ejercicio de memoria excelente.
Los expertos dicen que la memoria humana no es precisa ya que al ser solo capaces de centrarnos en detalles parciales, nos vemos obligados a  rellenar con pormenores inventados aquello que no fuimos capaces de percibir y que al mezclarse con lo que sí captamos parece igual o más real.
Narrar un acontecimiento también lo distorsiona en cierto modo. Sin embargo, a pesar de todo, os garantizo que la esencia de lo relatado es absolutamente verídica.
Mi primera experiencia laboral con contrato me sirvió para descubrir una verdad incómoda: el conocimiento teórico desvinculado de la vida real que se adquiere en la universidad me iba a valer para muy poco, por no decir para nada y fue la primera bofetada metafórica laboral que se encargaron de darme.

domingo, 19 de enero de 2014

CARNE DE RUTINA


Desde que suena el despertador cada mañana hasta que llego al trabajo soy prácticamente un autómata. Tanto he automatizado la concatenación de sucesos matutinos que los llevo a cabo pensando en cualquier otra cosa.
No necesito oír el despertador la mayoría de las veces. Mi parte robot curtida por la costumbre se encarga de hacerlo unos cinco minutos antes de que suene. La gente dice que el cuerpo se acostumbra a levantarse siempre a la misma hora. Yo no estoy de acuerdo, si me ocurre esto es sin duda alguna porque le tengo miedo. Muchas veces me levanto nervioso buscando el móvil (es lo que uso como despertador) para darle al botón de anulación de alarma y en ocasiones en las que empiezas el día de manera torpe y no aciertas a encontrar lo que buscas con agilidad, lo he metido rápidamente en el cajón de los calcetines y me he ido al cuarto de baño para no escuchar el infernal estruendo que me monta para evitar que se te peguen las sábanas.
Desde que tenemos teléfonos móviles no quedan apenas despertadores de los de antes y los fabricantes, quizás tan asustados como yo de oír el escandalizante ruido de sus respectivos despertadores cada día, han ideado toda una gama de tonos de alarma que van in crescendo para hacerte el proceso lo menos traumático posible. Para mí siguen siendo estruendo y alboroto.
Uno de mis primeros despertadores fue uno comprado a un marroquí (evito el término moro adrede por la noticia que escuché en la tele hace poco: una asociación de habitantes del norte de África que vive en España reclama a la RAE que indique en el diccionario las connotaciones ofensivas de esta palabra. Uno de ellos, médico de profesión, decía que para él llamarlo moro era igual que escupirle a la cara. Luego salía una señora de pueblo diciendo que para ella seguirán siendo moros “como toda la vida” y yo no pude evitar deshacerme en carcajadas delante del televisor)
Pues eso, el despertador que le compré al caballero proveniente del país de Marruecos era de hierro y pesaba aproximadamente un tercio de mi peso corporal. Tenía dos campanillas huecas  en la parte superior y un martillito entre ambas que se activaba cuando daba la hora en la que tenía que hacer su trabajo y no es que lo hiciera de manera efectiva, despertarme  me despertaba, sino que además lo hacía con palpitaciones y sensación de confusión y pérdida de interés por la vida; vamos, lo que viene siendo una depresión ¿cómo puede una persona querer seguir viviendo oyendo un artilugio con tan poquísimo tacto cada mañana? Fue sin duda al cabo de unos días cuando mi subconsciente desarrolló la táctica de supervivencia de espabilarme cinco minutos antes de que suene la alarma para evitarla. Era eso o no verle sentido a la vida.
Una vez que me he despertado y he conseguido ganarle la batalla al invento infernal, acudo raudo a la ducha. Si he decidido comer cereales, o más bien, si me quedan cereales, los pongo en remojo con la leche para que estén tiernos después de la ducha. Toda la publicidad de cereales está centrada en resaltar cómo quedan crujientes en todo momento. Es falso, todos se hacen una pasta a los cinco minutos de  entrar en contacto con la leche, como a mí me gustan.
Las personas de este mundo podrían ser clasificadas en dos grupos: los que odian los cereales crujientes (aquí voy yo) y los que los odian tiernuchos y que dan arcadas (ahí va mi hermana).
Cuando me meto en la ducha soy capaz de dejar de pensar; de hecho, es el único momento en el que consigo desconectar y darle una tregua a mi obsesiva mente: debajo del chorro de agua caliente. Me gusta llamarlo hidroterapia. Me meto en la ducha  por la mañana y dejo la mente en blanco. El problema es que cuando he querido utilizar esta táctica en horario de tarde, no sólo no ha surtido efecto, sino que le he dado más vueltas aún al tema que quería ignorar al menos momentáneamente. La única ducha terapéutica es la de por la mañana temprano una vez le has ganado la batalla al despertador adelantándote unos minutos.
Después de salir de la ducha, si me he levantado de buen humor, me gusta escribir con el dedo algo en el espejo empañado del baño: “X  es gilipollas”, por ejemplo,  y reírme mientras me cepillo los dientes. Si me he levantado negativo, directamente limpio el vaho con la toalla y comienzo a centrarme en los detalles negativos de la persona que me mira mientras me cepillo los dientes delante del espejo: le ha salido un grano, cómo se nota que está envejeciendo el cabrón, su tez está perdiendo tersura, hoy tiene muchas ojeras.
Cuando salgo del cuarto de baño, tengo que evitar que la gata entre; últimamente le ha dado por meterse en la bañera cuando yo salgo de la ducha, ponerse chorreando y dejar la huella de sus patitas por toda la casa. Como tiene su arenero en el baño y me denunciarían por crueldad contra los animales si le cierro la puerta, he ideado una estrategia ridícula a la par que eficaz: pongo un peluche de guardián en la bañera hasta que se seca y así no salta, le tiene pánico a los peluches. La gata persa, además de persa es medio retrasada y vilmente cobarde. También he descubierto que se caga de miedo si hago ruido con las bolsas de plástico cuando las hago una bola antes de guardarlas.
A diferencia de la mayoría de la gente que planifica la ropa que se va a poner el día de antes para no perder tiempo por la mañana, yo me dedico a perder el tiempo intentando elegir qué ropa ponerme cada mañana. También podríamos dividir el mundo en dos grandes grupos de personas: los que pierden el tiempo por la noche en decidir la ropa del día siguiente y los que lo pierden por la mañana.
Una vez me he vestido, procedo a tomarme los cereales tiernuchos y que dan arcadas según mi hermana o dos tostadas si no quedan cereales, o simplemente un vaso de leche si no me queda pan, o directamente me insulto a mí mismo si no hay nada que comer diciéndome que soy un desastre y tengo que hacer la compra algún día de estos  infringiendo así la máxima principal de cualquier libro de autoayuda: usar siempre el autodiálogo positivo.
Antes de salir tengo que comprobar que la lucecita de la tele en “stand by” está apagada. Es una manía que desarrollé cuando leí un texto que venía en mi libro de italiano de quinto de la EOI que trataba sobre estrategias de ayuda al ahorro y al medio ambiente:
“E non dimenticare di spegnere la spia prima di andare a letto” (No olvides apagar la luz de “stand by” antes de acostarte) Yo soy muy de seguir recomendaciones que leo en algún sitio y me hacen gracia o me gusta como suenan.
No sólo no olvido apagarla antes de irme a la cama, sino que lo hago cada vez que salgo de casa. Esta costumbre tan amiga del medio ambiente la estropeo cada mañana cuando recojo la bolsa de basura para tirarla al contenedor aprovechando que me pilla de paso a la estación de tren. Lo confieso: no reciclo. Además, tiro la basura por la mañana, fuera de horario (lo sé, es para arañarme la cara)  Como la llevo en una bolsa de una conocida cadena de supermercados, nunca la ato hasta que llego al contenedor; así, si me pilla la policía local, siempre puedo alegar que es la compra y si me mira más de cerca puedo simplemente contarles que tengo el síndrome de Diógenes o que estoy buscando en la basura algo que había tirado por equivocación. Cualquier cosa antes de que me pongan una multa. Tengo bien ensayada la escena por si algún día tengo que representar alguno de los tres papeles que he citado.
Desde que mi subconsciente me levanta cada mañana cinco minutos antes de que suene la alarma del despertador por miedo al sobresalto hasta ese momento soy eso: carne de rutina urdida por la costumbre y mecanizada por la monotonía.

 

 

 

viernes, 17 de enero de 2014

CÓMO CONOCÍ A ISABEL I DE INGLATERRA.


 

Cuando hube terminado la entrevista, el jefe de recursos humanos me invitó a sentarme en unos banquillos con el resto de candidatos mientras decidía cuál de los allí congregados sería contratado y cuál enviado a la empresa con más personal de España: el INEM.
Me pareció una americanada el tener que esperar los resultados de una entrevista reunido con el resto de aspirantes en una sala de espera. De hecho, llegué incluso a sospechar que había una cámara oculta que estaba grabando las conversaciones y el comportamiento de los solicitantes así que yo ,por si acaso, seguí con mi cara de querubín irresistible al que cualquiera contrataría sin vacilar lo más mínimo.
Allí estábamos todos esperando como quién aguarda la salida de la enfermera para decir si había resultado ser niño o niña y el peso del neonato.
No hablé con nadie porque por aquella época yo era bastante turbado y retraído, pero la sonrisa artificial de mi cara no se desdibujó en ningún momento.
Transcurridos unos veinte minutos, el reclutador salió de su despacho y me pidió el DNI y la cartilla del paro, mi más leal compañera desde que cumplí los 16,  y me explicó que el contrato que me iban a hacer era más bien poca cosa pero que con el finiquito y las comisiones sería una suma más sustanciosa y me contó que tenía que someterme a un curso de formación indicándome el horario.
¡Por fin iban a tener noticias mías en la Seguridad Social y podría quejarme de pagar impuestos y exigir cosas tal y como hacía la gente que trabajaba dada de alta! Desde aquel momento dejaba de ser un estudiante y me convertía en un trabajador al que sólo le faltaba que lo contrataran tres meses y medio más para poder acceder al subsidio.
El día en el que comenzaba el proceso de formación de los nuevos empleados, acudí puntual a mi cita. Ya formaba parte de una ingente plantilla de trabajadores. El inmenso salón donde nos concentraron estaba lleno de sangre joven que reportaría cuantiosos beneficios a la empresa en calidad de incentivos a la contratación de menores de 25 años que acceden a su primer empleo.
La formadora era una mujer que caminaba por la sala como si fuese la Reina Isabel I de Inglaterra en su corte en el periodo de esplendor cultural británico. Nunca he visto una mujer con más aplomo, seguridad y vanidad rozando la soberbia extrema. Se refería a la empresa como si fuese un templo y a su profesión como si fuese insustituible. Se me quedó grabada una de sus frases:
-Yo decidí hacer carrera aquí. Recuerdo mi primer día andando orgullosa por todos los departamentos con mi placa bien colocada en el uniforme.
Era tan sumamente solemne cuando hablaba que rozaba la caricatura. Recuerdo que una chica le preguntó qué cómo era conveniente ir peinada y maquillada al trabajo a lo que ella, mirándola fijamente y con voz majestuosa replicó:
-Cuando te levantes por la mañana y te mires al espejo tras haberte arreglado, debes mirarte a los ojos fijamente y preguntarte a ti misma: ¿Estoy preparada para ejercer como vendedora en X? Tú misma te darás la respuesta.
Me impresionó tanto que nadie dijese que eso no era una respuesta precisa y objetiva que confieso que le robé la explicación y que yo mismo la doy a veces  cuando tengo que convencer a alguien de algo: ¿No estás seguro de si vas vestido de manera apropiada para la ceremonia? Mírate al espejo y pregúntate a ti mismo mirándote a los ojos si lo estás y lo sabrás de inmediato ¿Crees que tu pareja no va a aprobar de tu comportamiento? Mírate al espejo fijamente y pregúntale a esa carita de Bélmez que se muestra frente a ti que seguro que te dice la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, rey/reina.
Luego llegó el engorroso momento de afrontar las cajas registradoras. Cuando yo había acudido al establecimiento del que ahora era empleado en calidad de cliente,  parecían tener un mecanismo más simple que un desatascador de tuberías. Sin embargo, cuando la reina Isabel I de Inglaterra comenzó a dictar códigos a mansalva para los cientos de tipos de transacciones habidas y por haber me encomendé en cuerpo y alma a la virgen del Rocío. Para pago en metálico había que marcar un código, para pago con tarjeta otro, para pago mixto otro, para devolución en metálico otro y así para un sinfín de posibles vicisitudes: pago con tarjeta regalo, tarjeta de novios, tarjeta de cliente VIP, vale descuento especial, canjeo, canjeo parcial, etc. Incluso había que marcar un código si veías algún sospechoso de robo o si te habían pagado con un billete falso para que acudieran los de seguridad. A esto había que sumarle todos los códigos a marcar  en caso de devolución. Me hice un lío y sólo aprendí a cobrar en metálico, así que me convertí en un vendedor de mercadillo pero trajeado, porque había que ir a trabajar en traje y no te lo daban ellos.
Como en mi armario sólo tenía vaqueros, camisetas y deportivas, tuve que recurrir a mi hermano que me prestó un traje que me quedaba un poco grande. Cada mañana, me disfrazaba de comercial experimentado antes de irme a mi lugar de trabajo. Mi horario era de una de la tarde a diez de la noche con una hora de pausa para el almuerzo.
Los quince días que estuve trabajando, que en un principio me parecieron una racanería, se convirtieron en una eternidad.
¿Es usted empresario y necesita renovar o reforzar su plantilla por cuatro perras gordas pero quiere seguir dando imagen de profesionalidad en su negocio? Tengo la solución. Reclute a un grupo de pardillos que le cuenten cuatro milongas en la entrevista de trabajo, contrate a Isabel I como formadora, hágales un contrato de trabajo basura y oblíguelos a ir de traje a su empresa.
Os recuerdo que yo tenía que disfrazarme cada día antes de ir a trabajar con mi traje prestado de una talla más.
 Nada más poner un pié en el departamento de librería y fichar marcando el código que me habían asignado, me abordó la primera clienta:
-¿Les ha llegado ya el último libro de “El Capitán Calzoncillos”?
Mirada atónita. ¿Pero eso existe? Seguro que me ha tocado la típica clienta chalada.
-Un momento que lo compruebo ahora mismo en la base de datos del ordenador.
El programa de base de datos de aquel entonces era bastante rudimentario. Yo aprendí a consultarlo. El programa era bastante malo. Te decía solamente si había stock o no, pero no te decía dónde estaba el libro. Consulté y salió que sí, pero cómo no sabía dónde estaba le dije a la clienta que estaba al llegar. Por un momento me trasladé a mi infancia cuando jugaba a las tiendas. Era lo mismo. Representar una farsa actuando con buena predisposición y mostrando interés y respeto por el cliente sin llegar a vender nada.
Luego ya empecé a conocer al resto de vendedores veteranos a los que yo había endiosado porque se sabían todos los códigos de transacciones tal como mi maestra de cuarto de primaria se sabía las preposiciones de memoria y nos las recitó un día en clase dejándonos a todos con dos palmos de narices: “a, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, so, sobre y tras” ¿Cómo es posible que esta mujer no sea ministro con todo lo que sabe?
Entre mis compañeros me llamaron la atención dos especialmente. Uno de ellos, llamémoslo R., era un vendedor de mediana edad que había echado los dientes allí y no es que se supiera los códigos de memoria, es que él había inventado los códigos, estoy seguro. R. era el número uno siempre en el ránking mensual de los empleados con mayor volumen de ventas. Como en estos grandes almacenes los vendedores van a comisión, ahora entendía por qué se abalanzaban a mí cada vez que entraba allí como cliente. R era corpulento, bueno, era un oso trajeado, y sus compañeros le tenían una mezcla de admiración, envidia y asco. Conmigo fue educado, se obstinaba en que me pusiera a reponer mercancía cuando más afluencia de clientes había, según él para que me fuera familiarizando con la localización de los libros y según yo para que no le pisara ventas.
Los primeros días, hice como que me creía sus buenas intenciones pedagógicas pero al tercer o cuarto día pegué un zapatazo (metafórica y literalmente, puesto que los zapatos tampoco eran de mi talla y me molestaban) y me lancé a cazar clientes.
El departamento de librería era un auténtico caos, todo estaba manga por hombro. Ya no es que los libros no estuvieran ordenados por género o por orden alfabético, es que los propios empleados ponían los libros donde les salía de sus aparatos genitales cuando reponían mercancía, tal vez para evitar que los demás accedieran al título que el cliente buscaba para poder apropiarse de la venta y por ende de la comisión correspondiente.
-Oye ¿tú no dices que has estudiado filología inglesa? -inquirió el oso trajeado.
-Sí, terminé el año pasado.
-Pues cuando venga un guiri te lo paso que yo no hablo ni papa de inglés.
Como mi madre nunca se equivoca, pensé: “Cuando el tabernero vende la bota, o sabe a pedo o está rota”. Efectivamente, en la librería no había libros en otros idiomas por aquel entonces, con lo que los extranjeros que allí iban lo hacían buscando a lo sumo un plano de la ciudad que costaba el módico precio de ochenta céntimos aproximadamente con lo cual yo me llevaba una comisión de 0,00000008 céntimos de euro sujetos a reducción fiscal por cada plano vendido.
Cómo sobreviví al oso trajeado y qué otros especímenes conocí durante el resto de mis días allí os lo seguiré contando en otro artículo.

 

 

 

 

jueves, 16 de enero de 2014

EL CÁLIDO CONFORT DE LO PREVISIBLE.


Desde que ingresé en el colegio a la tierna edad de 3 años hasta que terminé la carrera con 21 años, mi vida se convirtió en una sucesión previsible de objetivos a corto-medio plazo: aprobar el curso para pasar al siguiente. Mentiría si dijera que todo fue un camino de rosas y que no hubo traumas. Yo soy mucho de ver trascendentalidad donde quizás no la haya y me pasaba unas cuantas noches en blanco cada vez que acababa una etapa. De párvulos a primaria, de primaria a segunda etapa de EGB, de EGB al BUP, del BUP al COU y del COU a la universidad. Luego llegó la gran bofetada de afrontar el mundo laboral (me temo que de esa etapa aún no estoy del todo resarcido)
Mi primer trabajo fue como vendedor de libros en el departamento de librería de unos grandes almacenes. Recuerdo perfectamente cómo fue todo. Un día, me imprimí un currículum donde me inventé la experiencia laboral previa. Podría haber sido sincero y haberla dejado en blanco, pero opté por hacer como  Maite Zaldívar y mentí. El caso es que como entregué currículums diferentes “adaptados” a los puestos de trabajo a los que aspiraba y prácticamente liquidé una hectárea de selva virgen brasileña en lo que se refiere al consumo de papel, cuando me llamaron para la entrevista, no tenía ni idea de lo que había puesto y si ya iba nervioso por tener que enfrentarme a mi primera entrevista de trabajo, ahora encima tenía que intentar “defender” mi supuesta valía haciendo referencia a los datos que no recordaba.
Para mí era todo un mundo ser entrevistado por un jefe de recursos humanos; tan importante era que cuando le di la mano noté cómo el cazatalentos se secaba la suya al rato de lo que me sudaban a mí las mías.
Tomé asiento y de repente fui consciente de que tenía ojos y brazos porque no tenía ni puta idea de qué hacer con ellos en ese momento: si los cruzo va a pensar que no estoy interesado, si lo miro fijamente va a pensar que soy un arrogante, si me nota nervioso va a pensar que no valgo para esto.
Es curioso que cuanto más se esfuerza uno por ser natural, más artificial queda. En cualquier caso, no debió de salirme muy mal la entrevista puesto que me contrataron.
Lo que más me llamó la atención fue que no me preguntaron nada sobre mi experiencia laboral fantasma previa, tal vez porque no se la creyera. Me preguntaron, eso sí, por la profesión de mis padres. La verdad es que la pregunta me pilló absolutamente desprevenido pero como yo iba empeñado en mentir, acabé haciéndolo.

-Mi madre es profesora de literatura y mi padre regenta un pequeño negocio.

-¿Y tú lees?

De repente le perdí el respeto por completo. Si he estudiado filología, ¿cómo no voy a leer? Me até la lengua porque tenía que caerle bien a toda costa.
Nunca me he visto la cara que pongo cuando intento caer bien a alguien a toda costa, pero yo me imagino que los querubines deben tener la misma expresión.
Le dije que sí que leía y que por eso elegí estudiar filología inglesa.
La siguiente pregunta fue que cuál era el libro que estaba leyendo en ese momento.
Yo estaba preparándome el examen libre de italiano de la escuela de idiomas y estaba leyendo un libro en italiano de Oriana Fallaci “Carta a un Niño Nunca Nacido” (Lettera ad un Bambino Mai Natto) pero tampoco me pareció adecuado hacerle ver a mi contratante que estaba leyendo un libro sobre el aborto así que volví a mentir y le dije que estaba leyendo “Los Pilares de la Tierra” de Ken Follet (nunca lo he leído y no pienso hacerlo) porque se trataba de  un bestseller suficientemente conocido como para que a él le sonara y suficientemente largo como para que no se lo hubiese leído.
Me sentí un poco mal cuando el entrevistador se interesó por la profesión de mi madre, la pobre es analfabeta. Por un momento me dieron ganas de decirle que le había mentido y que en realidad no sabía leer ni escribir pero que yo me empeñé en enseñarla a firmar cuando tenía ocho años porque me parecía humillante que tuviera que poner el dedo en el carné de identidad en el apartado: “Firma del titular/ No sabe”.
Quizás si le hubiese contado la verdad le hubiese caído en gracia y o bien me hubiese adscrito a otro departamento o simplemente me hubiese hecho un contrato con más miga. Sólo conseguí un contrato de quince días en el departamento de librería para la feria del libro, todo por culpa de la carrera fantasma de filología de mi madre y de Ken Follet.
Fueron sólo quince días los que estuve en aquellos grandes almacenes, suficientes para darme cuenta de que a partir de aquel momento, el confort en el que me había instalado desde los tres años poniéndome como meta aprobar y pasar de curso se había acabado para siempre.

 

Continuará.

 

miércoles, 15 de enero de 2014

BIENVENIDOS


Lo prometido es deuda y aquí está ya el blog que anuncié hace un mes más o menos ¿Por qué escribo un blog? La respuesta a esta pregunta es otra pregunta ¿y por qué no? Ni yo mismo sé qué extraña fuerza me hace escribir todo el tiempo; sí, escribo mentalmente aunque no lo materialice siempre. No lo puedo evitar. Cualquier reflexión u observación del más nimio detalle observado en el sitio y a la hora menos insospechada me obliga a narrarme a mí mismo, mi primer lector, un texto.
Una vez, en el trabajo, una compañera respondió a un comentario que yo hice acerca de una noticia curiosa que había leído en algún periódico referente a la segunda generación de chinos en España llamados “orientales banana” porque son blancos por dentro (han nacido y se han criado en nuestro país y poseen cierto talante español) y amarillos por fuera (tienen el físico de los chinos) diciéndome en tono muy despectivo cargado quizás de celos: “¡Hay que ver lo que hace el tiempo libre!”
La pobre debe ser una trabajadora a tiempo parcial y ama de casa a tiempo completo y el pluriempleo al que se ve abocada la habrá transformado en una prejuiciosa voz que no puede callar ante semejantes comentarios provenientes de personas ociosas que no siguen el camino establecido por la sociedad, ya que yo, al no tener cargas familiares (entiéndase por ello hijos a los que cuidar y suelos de parqué a los que sacar brillo) soy por ende un enemigo al que atacar cuando pierdo el tiempo en leer noticias ridículas ¿Qué más da que haya una segunda generación de chinos  en España pisando fuerte cuando una tiene que recoger el niño en la guardería todos los días a la misma hora después del trabajo?
Y, sin embargo, lo peor de todo es que creo que esa compañera prejuiciosa abrillantadora de parqués y babysitter a tiempo completo no iba muy desencaminada. Si no tuviera tiempo libre, no escribiría ni leería. Por poner un ejemplo, los esclavos en la Antigua Grecia no lo hacían, aunque quizás el hecho de ser analfabetos también influyera algo.
Pues bien, aquí estoy dedicando mi tiempo libre a escribir, una extraña afición para matar el tiempo aunque ahora que caigo, mis suelos son de mármol y quizás el hecho de requerir menos cuidado que los de parqué también tenga su parte de culpa.
¿Qué quiero que sea este blog? En principio, un lugar donde poder dar sentido a mi propensión a la escritura. De poco sirve escribir si nadie te lee. Lo que más voy a hacer va a ser lo que más me gusta: opinar y contar “cosas mías”. Ahora es cuando todos gritáis al unísono “¡EGOCÉNTRICO DE MIERDA!”y yo agacho la cabeza y me trago mi orgullo porque algo de razón tenéis. Claro está, por esa regla de tres yo debería tacharos a vosotros de “cotillas metomentodo”, pero no lo haré, porque en el fondo os necesito como buen ególatra. Aprovecho para recordaros que el 90% de los pensamientos que tiene cualquier ser humano van dirigidos a su propia vida y modo de entender el mundo según algún que otro libro de psicología que he leído. El 10% restante de nuestras energías las dedicamos a pensar qué pensarán los demás de nosotros, por cierto.
Espero poder entreteneros, haceros reír,  pensar y cuestionar. Ya tenía un blog: www.introspeccionexhibicionista.over-blog.es  pero me ha parecido interesante crear uno nuevo y empezar desde el principio. Lo hago también alentado por algunos contactos de Facebook que me han animado a abrirlo.

Sé que cuando escribo cosas en facebook hay varios tipos de lectores:
El oculto: siempre lee lo que escribo y critica mis constantes intervenciones pero jamás comenta ni para bien ni para mal ni le da al “me gusta” (no vaya a ser que me lo crea demasiado)
El explícito: lee lo que escribo y comenta aportando su opinión.
El agradecido: alaba todas mis intervenciones y siempre le da al “me gusta”
El pelota: siempre le da al “me gusta” aunque no me lea.
El copión: plagia mis reflexiones sin citarme cuando se va de cañas con los amigos.
A todos vosotros que me seguís de alguna manera, que os situáis en diferentes puntos entre el continuum acotado por los extremos “te odio-te adoro”, os dedico este primer artículo de bienvenida deseando que sigáis mis intervenciones hasta que consiga cambiar la solería de mi casa y tener una razón de peso para no tener tiempo libre que dedicar en estos ociosos e infructíferos menesteres.
 WELCOME!
¡PASEN Y VEAN!