Piense en todas las veces que usted se autocensura y
todos los sapos que se traga, en la búsqueda de la palabra menos directa para
evitar herir la sensibilidad de su interlocutor, en la opinión exageradamente
favorable que brinda a quien quiere alentar a seguir adelante, en los silencios
forzados, la sonrisa amable para facilitar el proceso de convivencia en el
trabajo, en la tienda de ultramarinos, en el supermercado, en la consulta del
médico, en el gimnasio, en el portal del edificio donde vive, incluso al teléfono
(es importante sonreír al teléfono, el cliente percibe en el tono de la voz la
sonrisa que esboza el que así responde)
¿Hasta qué punto puede la opinión de los demás
determinar nuestro comportamiento y nuestras palabras?
No existe ningún ser con piel de cuero que sea
inmune a la opinión ajena.
Buscamos la opinión favorable y esquivamos la
crítica negativa. El juicio ajeno ejerce de piloto automático en nuestro día a
día. Los modales y las buenas formas
acabaron por convertirnos en los reyes de la hipocresía y el “postureo”.
Bienvenidos a la cárcel del fariseísmo, la mojigatería, la pamplinería y la
lisonja.
Es mejor decir lo contrario de lo que se piensa si
su franqueza va a desencadenar un posible conflicto.
Espere un momento, usted no adivina el futuro ni
conoce al cien por cien la posible reacción a su conducta de cualquiera que tenga en
frente. Usted se deja guiar por la sospecha en todo momento. A este no le puedo
decir esto, con aquel debo actuar con más seguridad, tengo que aparentar calma
delante de esta persona, no vaya a ser que descubra que soy un impostor.
Usted se equivoca cambiando de registro asumiendo lo
que cada una de las personas que le rodean requiere de usted como actor.
Usted es un
actor sin guión al igual que todo aquel que le rodea y la sociedad no es más que
un continuo malentendido.