Una de las desventajas más
importantes de la edad no es el progresivo declive físico de ese espectro que
te mira fijamente a los ojos cada vez que te lavas la cara frente al espejo por
las mañanas como casi todo el mundo piensa, sino la progresiva toma de
conciencia de la muerte.
Cuando eres un niño, la muerte no
es más que un chiste, algo raro que hacen los mayores para llamar la atención y
que acaba convirtiéndolos a todos en buenas personas.
Recuerdo haber ido al cementerio
con mi madre el día de todos los santos cuando era pequeño y pasearnos por las calles
de lápidas leyendo las inscripciones de cada una de ellas. Como las modas
afectan hasta a los difuntos, en el cementerio era fácil reconocer los que
llevaban más tiempo enterrados puesto que todos tenían ventanas de cristal y
crucecitas, virgencitas y florecitas de plástico dentro. Las más modernas eran
de granito. Hubo una época en la que se puso de moda poner una foto del difunto
en la lápida. Mi madre me solía amenazar con sacar la mano del ataúd y tirarme
de los pelos si cuando ella muriera yo decidía ponerle una foto.
Otra moda pasajera en el colectivo
de los que ya no trabajan ni en laborables ni en festivos o el colectivo de “la
gran mayoría” como llaman los ingleses medio en broma a los del otro barrio fue
poner en la lápida la siguiente leyenda: “No está aquí, ha resucitado”.
Recuerdo la primera vez que leí
eso.
-Mamá, ¿es verdad que este nicho
está vacío? Aquí pone que ha resucitado.
-Después de algún tiempo, todos
resucitan…
Estas excursiones anuales al
camposanto me parecían interesantísimas de niño.
Luego de adolescente, los
cementerios dejaron de interesarme. La muerte se convirtió en algo que le pasaba
los demás y yo, como buen pubescente, estaba demasiado volcado en pensar en mí
mismo.
Hoy en día, la muerte es un tema
que me obsesiona por resultarme de lo más absurdo. De repente, te mueres y todo
se ha acabado. Mira tú la gracia.
Mi madre me oculta las muertes de
la gente cuando hablo por teléfono.
-¿Para qué te voy a meter mal
rollo en el cuerpo?
Luego, sin embargo, cuando le
hago alguna visita, me comunica las dos o tres más recientes. Acumula cadáveres
y me los suelta de golpe.
Le gusta hacerlo siempre a la
hora del café de la sobremesa.
-Por cierto, ha muerto tal y tal
y tal…
Se enfada cuando le digo que no
conozco a alguno de los desafortunados y empieza a soltarme una ristra
interminable de motes de todos los familiares directos para ver si caigo.
-No sé de quién me hablas. Da
igual. Uno que estaba vivo.
Pero cuando sé de quién se trata,
consigue hacerme su cómplice y los dos nos quedamos un rato en silencio
pensando en la gran estafa de la vida.
Cuantos más años cumplo, más
consciente soy de la irracionalidad de la existencia humana.
Puede que todo esto que llamamos
vida no sea más que una broma pesada.