jueves, 31 de julio de 2014

LA GRAN ESTAFA


Una de las desventajas más importantes de la edad no es el progresivo declive físico de ese espectro que te mira fijamente a los ojos cada vez que te lavas la cara frente al espejo por las mañanas como casi todo el mundo piensa, sino la progresiva toma de conciencia de la muerte.

Cuando eres un niño, la muerte no es más que un chiste, algo raro que hacen los mayores para llamar la atención y que acaba convirtiéndolos a todos en buenas personas.

Recuerdo haber ido al cementerio con mi madre el día de todos los santos  cuando era pequeño y pasearnos por las calles de lápidas leyendo las inscripciones de cada una de ellas. Como las modas afectan hasta a los difuntos, en el cementerio era fácil reconocer los que llevaban más tiempo enterrados puesto que todos tenían ventanas de cristal y crucecitas, virgencitas y florecitas de plástico dentro. Las más modernas eran de granito. Hubo una época en la que se puso de moda poner una foto del difunto en la lápida. Mi madre me solía amenazar con sacar la mano del ataúd y tirarme de los pelos si cuando ella muriera yo decidía ponerle una foto.

Otra moda pasajera en el colectivo de los que ya no trabajan ni en laborables ni en festivos o el colectivo de “la gran mayoría” como llaman los ingleses medio en broma a los del otro barrio fue poner en la lápida la siguiente leyenda: “No está aquí, ha resucitado”.

Recuerdo la primera vez que leí eso.

-Mamá, ¿es verdad que este nicho está vacío? Aquí pone que ha resucitado.

-Después de algún tiempo, todos resucitan…

Estas excursiones anuales al camposanto me parecían interesantísimas de niño.

Luego de adolescente, los cementerios dejaron de interesarme. La muerte se convirtió en algo que le pasaba los demás y yo, como buen pubescente, estaba demasiado volcado en pensar en mí mismo.

Hoy en día, la muerte es un tema que me obsesiona por resultarme de lo más absurdo. De repente, te mueres y todo se ha acabado. Mira tú la gracia.

Mi madre me oculta las muertes de la gente cuando hablo por teléfono.

-¿Para qué te voy a meter mal rollo en el cuerpo?

Luego, sin embargo, cuando le hago alguna visita, me comunica las dos o tres más recientes. Acumula cadáveres y me los suelta de golpe.

Le gusta hacerlo siempre a la hora del café de la sobremesa.

-Por cierto, ha muerto tal y tal y tal…

Se enfada cuando le digo que no conozco a alguno de los desafortunados y empieza a soltarme una ristra interminable de motes de todos los familiares directos para ver si caigo.

-No sé de quién me hablas. Da igual. Uno que estaba vivo.

Pero cuando sé de quién se trata, consigue hacerme su cómplice y los dos nos quedamos un rato en silencio pensando en la gran estafa de la vida.

Cuantos más años cumplo, más consciente soy de la irracionalidad de la existencia humana.

Puede que todo esto que llamamos vida no sea más que una broma pesada.

lunes, 21 de julio de 2014

PSICÓPATAS Y DEFORMES MENTALES


Una vez, hojeando “Al Este del Edén” de John Steinbeck en una librería (hojear libros en librerías y bibliotecas es uno de mis hobbies incomprendidos), leí un pasaje en el que el narrador nos contaba la diferencia entre las deformaciones físicas, obvias a la vista e inocuas para el que las percibe; y las deformaciones psíquicas, no observables y altamente peligrosas. Tenía Steinbeck más razón que un santo.

Uno va tranquilamente haciendo fúting por la calle y de repente se cruza  un deforme mental que te pone la zancadilla y te tira al suelo.

-Perdone usted, ¿se ha hecho daño?

¿Cómo es posible que este desequilibrado me ponga la zancadilla y no se atreva a tutearme?- pensé.

-¿Por qué me has puesto el pié? ¿Acaso querías que me cayera?- yo sí le tuteé, porque ningún protocolo establece que haya que dar tratamiento de cortesía a quien te pone un obstáculo mientras estás haciendo deporte.

-Perdóneme, es que no lo he podido evitar.

Y yo me pregunto: ¿cómo es posible no poder controlar el movimiento de tus extremidades inferiores? ¿Acaso será verdad lo que dijo y para él es inevitable ir poniendo zancadillas de la misma manera que es inevitable parar el corazón o el estómago  de manera consciente para los no deformes mentales?

El tío me ayudó a levantarme mientras se sonreía. No lo hizo mostrando los dientes pero sí percibí una leve sonrisa tipo Gioconda y yo, que estoy bien curtido de películas tipo sobremesa de antena tres en las que tu nueva vecina atropella a tu madre y empapa un pañuelo en el charco de sangre para pasarla por el parachoques de tu coche sin que tú lo sepas y encima se presenta al funeral consternada diciendo: “¡qué horror! ¡qué clase de desalmado ha podido hacer una cosa así!”, salí huyendo despavorido de su cortesía.

No he podido parar de reflexionar acerca del episodio y del psicópata en cuestión. ¿Con qué objetivo uno va poniendo zancadillas a viandantes para después levantarlos con una media sonrisa?

Descarto la teoría del robo. Los deportistas no solemos llevar cartera ni móvil, sólo las llaves de casa y poco más.

¿Será que tiene una especie de falta de control sobre el movimiento de sus extremidades y al igual que nosotros  no podemos interrumpir los movimientos cardíacos de sístole y diástole, hay individuos que no pueden evitar tirar a gente al suelo? El razonamiento es desolador.

Me inclino más por esta teoría.

Siempre me fascinó el hecho de no poder controlar ciertos movimientos y de pequeño me pasaba tardes enteras tumbado en la cama bocarriba intentando evitar de manera voluntaria al menos un latido. Como nunca lo conseguía, luego pasé a ponerme la mano en la barriga para interrumpir la digestión de manera consciente. No sé si llegué a conseguirlo, pero una vez sufrí una gastroenteritis al día siguiente y como yo estaba muy flipado de pequeño, cuando me recuperé  se lo conté a todos mis compañeros en el cole.

Como bien decía Steinbeck, es imposible reconocer a simple vista a los deformes mentales. Imaginad que en lugar de ponerme la zancadilla se le hubiese antojado hacer otra cosa:

-Perdone, le vi correr y no pude evitar hendir mi navaja de boy scout en sus tiernas vísceras, espero que el hecho de que se esté usted desangrando no le predisponga contra mí.

Mientras me desinfecto las magulladuras de las rodillas con agua oxigenada pienso en Steinbeck y en qué motivaría que escribiese ese párrafo que a mí me dio por hojear en la librería y me pregunto si a partir de ahora no será mejor salir a correr con rodilleras y coderas, como si uno fuese la Nancy patinadora.

sábado, 19 de julio de 2014

PESIMISMO EN EL CLAN FAMILIAR


Acabo de buscar en el diccionario de la RAE la palabra “chacho” y no recoge la acepción de “parentesco familiar, tío”; así que supongo que cuando mi madre me enseñó a referirme a mis tíos llamándoles chachos era por el motivo que yo siempre he pensado. Son muy mayores.

Me llevo veinte años con mi hermano mayor, de lo cual se desprende que mis padres son mayores, mis tíos son mayores y hasta  todos mis primos son mayores que yo, algunos tan mayores que yo no sabía que eran primos míos porque uno siempre tiene esa imagen del primo que es más o menos de tu edad y juega contigo de pequeño y no de la prima que viene a casa a hablar de los papeles que le van a pedir cuando quiera jubilarse mientras tú estás viendo los dibujos animados bebiéndote un batido de chocolate.

En párvulos, cuando tocaba dibujar a la familia siempre me caía la misma pregunta por parte de mis compañeros de clase: “¿Tú no tienes titos?”

-No-respondía-  pero tengo un “chacho” que piensa que todo es una mierda.

No podría referirme a mi chacho llamándole tío o tito, es demasiado mayor. Si lo hiciera, pensaría que me estoy mofando de él. Cualquier día de estos lo llamo “tito” sólo por verle la cara que pone. Además, conociendo su carácter tampoco le pegaría el apelativo cariñoso “tito”. Él no lo sabe pero es un filósofo de la escuela del pesimista Schopenhauer que decía que “No hay que esperar mucha felicidad para no ser muy infeliz”. Mi chacho es el artífice de citas tan desmoralizantes como: “Ya mismo es uno un viejo caduco y un viejo no es más que una máquina de fabricar mierda”

Ya os advertí que cuando mi madre me instaba a llamarlo “chacho” era por algo.

Tanto él como mi madre son dos pesimistas natos, pero a diferencia de mi madre, mi chacho es además de pesimista el primer referente de misantropía que tuve en mi vida.

Me temo que yo sigo con la tradición familiar en este aspecto y no creo que nadie me describa nunca como un optimista.

El pesimismo heredado por parte de mi familia materna es sin embargo, un pesimismo útil a lo Schopenhauer.  Más de una vez, me he parado a analizar por qué cualquiera de los tres (mi madre, mi chacho o yo)  reaccionaría ante una nimia molestia tipo padrastro en el dedo índice sentenciando: “Lo que tiene uno ya es que morirse”.

Obviamente, hay una figura retórica dentro de este tipo de comentarios, la hipérbole, de la cual tanto mi chacho, mi madre y yo abusamos a diario. Somos unos pesimistas desmesurados porque canalizamos nuestra frustración de manera errónea y pensamos como Schopenhauer, que hay que esperar poco de la vida en general para no llevarse chascos. Claro está, ante el resto de los miembros de la familia somos unos excéntricos exagerados que provocamos la carcajada en pequeñas dosis y el más absoluto hartazgo si tenemos un día chungo, ya prácticamente nadie nos toma en serio dentro de la familia, y con razón.

Antonio Gramsi decía que el pesimismo era un asunto de la inteligencia y el optimismo de la voluntad.

No sé si es voluntad lo que les falta, pero sí es cierto que tanto mi madre como mi chacho son personas que rebosan ingenio. Es una pena que lo usen de manera autodestructiva la mayoría de las veces.

jueves, 17 de julio de 2014

OBSESIONES


Nunca os lo he dicho porque soy una persona modesta, pero ostento el récord mundial de ingesta de sanjacobos. La pena es que en este extraño episodio de mi vida yo tenía una corta edad y una estrechez de miras que me impedía desarrollar mi potencial y vislumbrar mi plataforma a la fama y el reconocimiento mundial debido a semejante proeza heroica y desconocía la existencia de jueces del libro Guinness de los récords que debían corroborar que efectivamente el ser humano que había ingerido la mayor cantidad de sanjacobos de manera continuada era nada más y nada menos que yo mismo.

Sucedió cuando yo tenía poco más de nueve años y era literalmente un niño obsesivo en todas las facetas incluida la alimenticia. Como era tan sumamente complicado y me negaba a comer, mi madre descubrió que sucumbía fácilmente ante un sanjacobo y empezó a servírmelos a diario a la hora del almuerzo y de la cena. Como rehusaba ingerir cualquier tipo de alimento y mi madre no tenía ni tiempo ni fuerzas para hacerme entrar en razón y convencerme de que lo que necesitaba era llevar una dieta equilibrada, se limitaba a calentar el aceite en la sartén y servirme dos sanjacobos para el almuerzo y dos para la cena: “Como no le ponga esto que le gusta, este se muere por inanición”- debió pensar. Así que durante una semana y media ese fue mi único sustento.

Por increíble que os parezca, se me marcaban las costillas de lo sumamente delgado que estaba, hasta tal punto que, como ya os he dicho, mi madre ni siquiera me reñía para tratar de hacerme comer otra cosa diferente.

Evidentemente, transcurridos diez días, mi progenitora se empezó a preocupar por haber engendrado a semejante animal sanjacobívoro y optó por hacer lo que cualquier persona que se ve abocada a tratar con un ente extremadamente obsesivo y un día me mintió:

-“El distribuidor de los productos ultracongelados está enfermo y en el súper no quedan sanjacobos,  come otra cosa”.

Empecé de nuevo mi etapa de abstinencia alimenticia.

-“Si no hay sanjacobos, no como”.

A día de hoy, me pregunto cómo es posible que mi madre se rindiera ante todos mis caprichos y ni siquiera opusiese resistencia obligándome a comer otra cosa. Quizás era conocedora de mi férrea obstinación y mi carácter obsesivo y se negó a malgastar sus ya mermadas fuerzas intentándome hacer entrar en razón.

-“Bueno, pues no comas nada si no quieres”.

Transcurrieron unos días y yo seguía sin probar bocado.

Un día, mi madre me llevó al médico de cabecera. Yo encantado, hasta los veinticinco años, me encantaba acudir a la consulta del médico y estudiar en la clase de ciencias naturales la biología del cuerpo humano y las enfermedades. Después, me hice hipocondríaco y la última vez que acudí a consulta, por ejemplo, fue para que la dermatóloga me quitase una verruga que me había salido y que según su diagnóstico era vírica.

-“¡Qué horror! Yo me lavo la cara frotándomela con las manos por las mañanas,  ¿se me va a contagiar por toda la cara y me voy a convertir en el doctor Buitrago, el malo de “Topacio”?

La doctora empezó a reírse y me la congeló.

Ese día en que mi madre me llevó al médico preocupada le dijo:

-“Mire usted, se le marcan hasta las costillas, el niño no tiene hambre” (ocultó el episodio de los sanjacobos para evitar que me derivara directamente a salud mental)

-“El niño está sano, no se preocupe usted. De todas formas, para que usted se quede más tranquila, le voy a recetar estas ampollas bebibles que le van a abrir el apetito”.

Las ampollas estaban buenísimas, sabían a osito de gominola de Garibo.

Nada más llegar a casa, me tomé dos. Ya os he dicho que cuando me da por algo, pierdo por completo el autocontrol.

Acto seguido, me levanté del sofá y me comí diez plátanos, todos los que había en el frutero de la cocina.

Mi hermana se empezó a reír a carcajadas.

-“Jamás he visto una medicina más efectiva, y eso que no le gustaba la fruta”.

El episodio de los plátanos sale a relucir de vez en cuando. No es de extrañar.

El crítico gordo Cyril Connolly decía que llevaba atrapado dentro de sí un delgado que quería salir a azotes. Yo cada vez estoy más convencido de  que llevo dentro un gordo con ganas de guerra.