Tengo una cafetera italiana eléctrica Lavazza que requiere para su funcionamiento de unas
cápsulas de café monodosis que solo pueden adquirirse a través de internet.
Como hay que realizar un pedido superior a 40 euros para
evitar los gastos de envío y además tampoco me apetece estar haciendo pedidos
cada dos por tres, compro café para seis meses.
La primera vez que hice un pedido: “café para medio año”, me
pareció una exageración. Hoy tuve que hacer otra vez el pedido, porque ya ha
transcurrido ese medio año que me parecía una eternidad. Me quedé estupefacto
cuando descubrí que quedaban pocas cápsulas haciendo el café de la mañana (¡pero
si pedí hace dos días!).
Algo así me pasa con la ITV del coche. La tengo que pasar
cada año y cuando me llega la carta avisando que tengo que volver a pedir cita
juraría que lo hice hace un par de meses.
Con los cursos académicos (los profesores nos manejamos mejor
por curso académico que por año natural) me pasa algo peor. Al tener el trabajo
organizado en tres trimestres con periodo vacacional que actúan en parte como
cruz de guía en las estaciones de penitencia, los cursos vuelan y llega un
momento en el que caigo en la cuenta de que el niño de doce años que se sentaba
hace dos días en el pupitre, está a punto de enfrentarse a la selectividad este
mes de junio.
Hace un par de semanas, ordenando unos libros, descubrí una
fotografía tamaño carné de mi persona con 23 años. La cogí y me quedé mirándola
un rato.
¿Quién es este niñato
que me mira tan serio?-pensé.
No podemos ser la misma persona. No puede ser.
Dicen que todas las células de nuestro cuerpo se regeneran
por completo cada cinco años aproximadamente. Por lo tanto, biológicamente
hablando, ese imberbe y yo no tenemos nada que ver. Tan solo el líquido
gelatinoso de los ojos y los óvulos de las mujeres son los mismos el resto de
nuestra vida. Con razón me quedé un rato mirando a aquel extraño.
Es curioso que me da mucho más vértigo cronológico una foto
mía de adolescente que una de niño. No tiene mucha lógica, teniendo en cuenta
que ha transcurrido más tiempo de la foto de mi niñez.
Supongo que a todo el mundo le pasa algo parecido con el paso
del tiempo pero el hecho de estar
rodeado de adolescentes (criaturas acrónicas a las que los adultos les hablamos
de un planeta desconocido y lejano llamado futuro) hace que los días, semanas,
meses y años se vuelquen en vez de transcurrir a un tempo más a menos estable y
regular.
Me he comprado un reloj de arena. Me gusta mirar cómo cae la
arenilla mientras se me pasa la vida. Me gusta perder el tiempo, me relaja
quitarle hierro a la maldición de Cronos.
Realmente bonito este post, a Manrique le hubiera gustado. ¡Y hasta son lindos los relojillos de arena! Yo, sin embargo, el tempus fugit lo siento más a través de los filtros de la brita...
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