Hoy quiero escribir acerca de lo que los angloparlantes
llaman “small talk” y que no es más que esas conversaciones triviales en las que solemos
enfrascarnos para evitar el silencio incómodo sobre todo entre personas que no tienen una
relación muy estrecha.
A mí se me da fatal. Si no estoy con alguien con el que tenga
confianza, no tengo ni la más remota idea de qué hablar, por eso soy más de
escuchar. Hablar del tiempo me resulta un tópico tan trillado que me siento
ridículo sacándolo a relucir. No me gusta el fútbol y no tengo hijos.
Digo lo de los hijos porque el otro día una mujer acabó
usando a su hijo pequeño como tema de conversación para evitar el incómodo
silencio entre semidesconocidos. Resulta que a su niño le gusta comerse el
jamón de york “picaíto, picaíto” y si no, no se lo come el crío.
Nos dirigíamos al mismo sitio y ambos lo sabíamos. Como
íbamos a la misma altura del trayecto, nos vimos abocados al “small talk”
durante nuestro recorrido. No sé cómo empezó la cosa ni qué llevó a hablar del
crío pero el caso es que acabó confesándome ese gran detalle digno de mención:
su hijo se tiene que comer el fiambre muy troceadito.
Yo iba pensando en mis cosas y en una cita de Albert Camus
que acababa de leer y que decía algo así como que una vida que acaba en muerte
no merece la pena llamarse vida y de repente me convierto en el receptor de un
mensaje oral cuyo contenido hace alusión al capricho culinario de un niño que
ni siquiera conozco.
No es que el tema no me interesara lo más mínimo lo que
realmente me fastidió. Lo que en realidad me provocó cierto desasosiego fue el
hecho de analizar la situación y quedarme enquistado en la siguiente reflexión:
“¿Qué clase de imagen proyecto hacia los demás para que una
madre presuponga que me interesa que su hijo se coma el jamón de york “picaíto,
picaíto”?”
Al analizar la trivialidad del mensaje, añadí:
-¡Anda! Pues entonces le pasa lo mismo que a mi gata que como
es de raza persa y tiene el hocico
aplastado, no puede asir bien con la mordida y si le echo un poquito de jamón,
se lo tengo que picar también o si no se lo deja.
Ella no respondió nada pero noté cierta cara de “¿y a mí qué
me importará la mordida aplastada de tu gata?”
Lo admito, no se me da bien el “small talk”.
Mi problema es que soy incapaz de sacar un tema de
conversación neutro que no me obligue a sacar a relucir mi opinión que podría
no ser del agrado del colocutor y ante el desconocimiento de la otra parte,
prefiero no tentar la suerte.
Además, es que hablar de jamón de york “picaíto” me parece más
penoso que aguantar el silencio entre dos semidesconocidos, por ejemplo.
Otro problema añadido es que soy muy respetuoso y valoro
mucho la atención de mis interlocutores, no me gusta aburrir porque detesto que
me aburran y siempre cuestiono si lo que voy a decir puede o no interesarle al
desconocido con el que me veo obligado a hablar de algo.
Pensad en la cantidad de mensajes irrelevantes o que no nos
interesan lo más mínimo que tenemos que procesar a diario.
Deberíamos de comunicarnos sólo y exclusivamente por escrito.
Con el lenguaje escrito somos mucho menos condescendientes y pasamos
directamente de aquello que no nos interesa sin aburrir a los demás ni herir
susceptibilidades. ¡Qué maravilla!
Siempre he pensado que la prueba de que estás realmente a gusto con alguien, que hay una auténtica complicidad y confianza, es probar a caminar en silencio con esa persona; cuando el silencio no os hace sentir incómodo, sino que os acoge, os arropa, en vuestro paseo, es señal de que esa relación realmente funciona. Paradójicamente, para llegar a ese silencio compartido, creo que previamente hay que compartir muchas horas de conversación...
ResponderEliminar