Sócrates pensaba que obrar mal era sinónimo de ignorancia porque el que
conocía de verdad la virtud la elegía siempre. Defendía el intelectualismo
moral hasta el punto de insistir en que el que obra mal no es consciente de
ello porque de lo contrario no actuaría de esa forma.
Yo lamento ser un poco menos optimista y estoy convencido de que ser
consciente de que algo hace daño a un tercero no te impide llevarlo a cabo.
Se trata de algo así como el rancio: “¿Adónde vas, Andrés? A
mi propio interés” del refrán. Y si para conseguir lo que
quiero es necesario pisotear un poquito o mucho a alguien, que se fastidie,
¡que no hubiera nacido! El ser humano es capaz de pasarse la máxima de la ética
kantiana de no tratar a las personas como medios sino como fines en sí por el
arco del triunfo con demasiada facilidad.
Hoy quiero centrarme en esas faltas de consideración con el prójimo, el
dejarse invadir por el egoísmo aún siendo consciente del posible perjuicio a
los demás. El “si hubiera sido él/ella, seguro que no hubiese pensado en mí”
que justifica cualquier falta de civismo, solidaridad o respeto. El bicho con
forma de rata con calvas y ojos amarillos que todo ser humano lleva dentro de
una manera u otra. Lo que nos aparta de los demás y nos atrapa dentro de
nosotros mismos convirtiéndonos en cíclopes de garras afiladas. Lo que nos
aleja de nuestra candidez infantil conduciéndonos a la adultez bien curtida.
Esa rata sale de su alcantarilla y es capaz de mantener la mirada a su
víctima.
Esa rata, a veces no está encerrada en el ser humano, a veces es el propio
ser humano.
Uf, este es demoledor...
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