jueves, 22 de diciembre de 2016

JÓVENES ANCIANOS Y ANCIANOS JÓVENES.


Este año imparto clase a adultos en horario de tarde. No es la primera vez que trabajo con adultos. De hecho, cuando acabé la facultad, mi primera experiencia docente fue una sustitución a una profesora que impartía inglés en la universidad para mayores a un grupo de jubilados que me crearon una visión distorsionada de lo que es la docencia hoy en día.
Mis alumnos de aquel entonces tenían edades comprendidas entre 60 y los 80 años, me llamaban de usted a pesar de que solo tenía 21 años, me invitaban a café en el descanso y no se separaban de mí, expresaban su admiración por mi formación académica y me agradecían constantemente la paciencia que manifestaba con ellos a la hora de repetirles las cosas. Cuando se acabó el programa, alquilaron un local y se pusieron de acuerdo para pagarme unas clases particulares durante el verano con el objeto de no olvidar lo aprendido a lo largo del curso. Por desgracia, la experiencia fue corta, la profesora a la que sustituí se reincorporó y yo me tuve que buscar la vida por otros derroteros.
Este año, los adultos a los que imparto clase son jóvenes de entre 18 y 25 años y aunque las comparaciones son odiosas, a veces son inevitables, sobre todo si eres de un talante observador irreprimible, como me pasa a mí.
Lo primero que me llama la atención es la apatía y la inercia que padecen mis alumnos jóvenes de dieciocho años, que contrasta con la ilusión de mis exalumnos jubilados.  Parece que se han invertido los roles y los rasgos que se asocian tradicionalmente con la juventud resultaron ser los atributos más llamativos de mis exalumnos senior mientras que mis  adultos junior de este año se comportan como viejos desganados.  
Constato  el contraste entre dos modelos de educación: el de una generación que nació sin derechos y con hambre de todo, y el de otra que a veces parece que haya nacido sin obligaciones y hastiados de todo. Y surge la duda de si lo que atribuimos a la juventud va de veras con la edad o con cómo nos enseñaron a mirar la vida.
 Llego inevitablemente a la conclusión de que he tenido la suerte de impartir clases a jóvenes de  setenta años y  ahora lo hago a ancianos de dieciocho y  recuerdo con nostalgia a mis jóvenes casi octogenarios que, pese a sus muchas ocupaciones, se incorporaban al aula cada tarde con puntualidad y demostraban vigor e interés por adquirir conocimientos de un nuevo idioma, conscientes de que debían ser pacientes, constantes y perseverantes y aunque algunos de ellos lo flipaba mucho alegando que había empezado a estudiar inglés a los 70 años con el ambicioso objetivo de poder leer a Shakespeare en versión original, me producían ternura y me contagiaban su entusiasmo y sus ganas de comerse el mundo. Aún esperaban que se hicieran realidad sus deseos, emprender viajes y realizar nuevas actividades.
 La ley del péndulo nos obliga quizás a ir de un extremo al otro sin puntos intermedios. Si mis mayores me llamaban de usted y me obligaban a tutearlos a ellos, mis jóvenes me tutean y me tratan como a uno más de la pandilla del barrio, sin ser capaces de cambiar de registro idiomático cuando estamos en clase, y a pesar de que yo siempre me dirija a ellos con el pronombre personal de cortesía.
 Los ancianos de dieciocho años de este año llegan a clase con retraso o no aparecen por el instituto la mitad de las tardes, arrastran sus pies, como si el paso de sus escasas primaveras hubiese ya restado fuerzas a su cuerpo, y bostezan o miran el móvil por  debajo del pupitre, dejando ver su cansancio o su falta de motivación.

Estas y otras actitudes que observo en el aula, un espacio que refleja la sociedad en la que vivo, me permiten constatar que juventud y ancianidad son términos relativos.

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