Este año imparto
clase a adultos en horario de tarde. No es la primera vez que trabajo con
adultos. De hecho, cuando acabé la facultad, mi primera experiencia docente fue
una sustitución a una profesora que impartía inglés en la universidad para
mayores a un grupo de jubilados que me crearon una visión distorsionada de lo
que es la docencia hoy en día.
Mis alumnos de
aquel entonces tenían edades comprendidas entre 60 y los 80 años, me llamaban
de usted a pesar de que solo tenía 21 años, me invitaban a café en el descanso
y no se separaban de mí, expresaban su admiración por mi formación académica y
me agradecían constantemente la paciencia que manifestaba con ellos a la hora
de repetirles las cosas. Cuando se acabó el programa, alquilaron un local y se
pusieron de acuerdo para pagarme unas clases particulares durante el verano con
el objeto de no olvidar lo aprendido a lo largo del curso. Por desgracia, la
experiencia fue corta, la profesora a la que sustituí se reincorporó y yo me
tuve que buscar la vida por otros derroteros.
Este año, los
adultos a los que imparto clase son jóvenes de entre 18 y 25 años y aunque las
comparaciones son odiosas, a veces son inevitables, sobre todo si eres de un
talante observador irreprimible, como me pasa a mí.
Lo primero que
me llama la atención es la apatía y la inercia que padecen mis alumnos jóvenes
de dieciocho años, que contrasta con la ilusión de mis exalumnos jubilados. Parece que se han invertido los roles y los rasgos
que se asocian tradicionalmente con la juventud resultaron ser los atributos más
llamativos de mis exalumnos senior
mientras que mis adultos junior de este año se comportan como
viejos desganados.
Constato el contraste entre dos modelos de educación: el
de una generación que nació sin derechos y con hambre de todo, y el de otra que
a veces parece que haya nacido sin obligaciones y hastiados de todo. Y surge la duda de si lo que atribuimos a la
juventud va de veras con la edad o con cómo nos enseñaron a mirar la vida.
Llego inevitablemente a la conclusión de que
he tenido la suerte de impartir clases a jóvenes de setenta años y ahora lo hago a ancianos de dieciocho y recuerdo con nostalgia a mis jóvenes casi octogenarios
que, pese a sus muchas ocupaciones, se incorporaban al aula cada tarde con
puntualidad y demostraban vigor e interés por adquirir conocimientos de un
nuevo idioma, conscientes de que debían ser pacientes, constantes y
perseverantes y aunque algunos de ellos “lo flipaba mucho”
alegando que había empezado a estudiar inglés a los 70 años con el ambicioso
objetivo de poder leer a Shakespeare en versión original, me producían ternura
y me contagiaban su entusiasmo y sus ganas de comerse el mundo. Aún esperaban
que se hicieran realidad sus deseos, emprender viajes y realizar nuevas
actividades.
La ley del péndulo nos obliga quizás a ir de
un extremo al otro sin puntos intermedios. Si mis mayores me llamaban de usted
y me obligaban a tutearlos a ellos, mis jóvenes me tutean y me tratan como a
uno más de la pandilla del barrio, sin ser capaces de cambiar de registro
idiomático cuando estamos en clase, y a pesar de que yo siempre me dirija a
ellos con el pronombre personal de cortesía.
Los ancianos de dieciocho años de este año
llegan a clase con retraso o no aparecen por el instituto la mitad de las
tardes, arrastran sus pies, como si el paso de sus escasas primaveras hubiese
ya restado fuerzas a su cuerpo, y bostezan o miran el móvil por debajo del pupitre, dejando ver su cansancio o
su falta de motivación.
Estas y otras
actitudes que observo en el aula, un espacio que refleja la sociedad en la que
vivo, me permiten constatar que juventud y ancianidad son términos relativos.
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