Una vez, hojeando “Al Este del Edén” de John Steinbeck en una
librería (hojear libros en librerías y bibliotecas es uno de mis hobbies
incomprendidos), leí un pasaje en el que el narrador nos contaba la diferencia
entre las deformaciones físicas, obvias a la vista e inocuas para el que las
percibe; y las deformaciones psíquicas, no observables y altamente peligrosas.
Tenía Steinbeck más razón que un santo.
Uno va tranquilamente haciendo fúting por la calle y de
repente se cruza un deforme mental que
te pone la zancadilla y te tira al suelo.
-Perdone usted, ¿se ha hecho daño?
¿Cómo es posible que este desequilibrado me ponga la
zancadilla y no se atreva a tutearme?- pensé.
-¿Por qué me has puesto el pié? ¿Acaso querías que me cayera?-
yo sí le tuteé, porque ningún protocolo establece que haya que dar tratamiento
de cortesía a quien te pone un obstáculo mientras estás haciendo deporte.
-Perdóneme, es que no lo he podido evitar.
Y yo me pregunto: ¿cómo es posible no poder controlar el
movimiento de tus extremidades inferiores? ¿Acaso será verdad lo que dijo y para
él es inevitable ir poniendo zancadillas de la misma manera que es inevitable
parar el corazón o el estómago de manera consciente para los no deformes mentales?
El tío me ayudó a levantarme mientras se sonreía. No lo hizo
mostrando los dientes pero sí percibí una leve sonrisa tipo Gioconda y yo, que
estoy bien curtido de películas tipo sobremesa de antena tres en las que tu
nueva vecina atropella a tu madre y empapa un pañuelo en el charco de sangre
para pasarla por el parachoques de tu coche sin que tú lo sepas y encima se
presenta al funeral consternada diciendo: “¡qué horror! ¡qué clase de desalmado
ha podido hacer una cosa así!”, salí huyendo despavorido de su cortesía.
No he podido parar de reflexionar acerca del episodio y del
psicópata en cuestión. ¿Con qué objetivo uno va poniendo zancadillas a
viandantes para después levantarlos con una media sonrisa?
Descarto la teoría del robo. Los deportistas no solemos
llevar cartera ni móvil, sólo las llaves de casa y poco más.
¿Será que tiene una especie de falta de control sobre el
movimiento de sus extremidades y al igual que nosotros no podemos interrumpir los movimientos
cardíacos de sístole y diástole, hay individuos que no pueden evitar tirar a
gente al suelo? El razonamiento es desolador.
Me inclino más por esta teoría.
Siempre me fascinó el hecho de no poder controlar ciertos
movimientos y de pequeño me pasaba tardes enteras tumbado en la cama bocarriba
intentando evitar de manera voluntaria al menos un latido. Como nunca lo
conseguía, luego pasé a ponerme la mano en la barriga para interrumpir la
digestión de manera consciente. No sé si llegué a conseguirlo, pero una vez
sufrí una gastroenteritis al día siguiente y como yo estaba muy flipado de
pequeño, cuando me recuperé se lo conté
a todos mis compañeros en el cole.
Como bien decía Steinbeck, es imposible reconocer a simple
vista a los deformes mentales. Imaginad que en lugar de ponerme la zancadilla
se le hubiese antojado hacer otra cosa:
-Perdone, le vi correr y no pude evitar hendir mi navaja de
boy scout en sus tiernas vísceras, espero que el hecho de que se esté usted
desangrando no le predisponga contra mí.
Mientras me desinfecto las magulladuras de las rodillas con
agua oxigenada pienso en Steinbeck y en qué motivaría que escribiese ese
párrafo que a mí me dio por hojear en la librería y me pregunto si a partir de
ahora no será mejor salir a correr con rodilleras y coderas, como si uno fuese
la Nancy patinadora.
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