Nunca os lo he dicho porque soy una persona modesta, pero
ostento el récord mundial de ingesta de sanjacobos. La pena es que en este extraño
episodio de mi vida yo tenía una corta edad y una estrechez de miras que me
impedía desarrollar mi potencial y vislumbrar mi plataforma a la fama y el
reconocimiento mundial debido a semejante proeza heroica y desconocía la
existencia de jueces del libro Guinness de los récords que debían corroborar
que efectivamente el ser humano que había ingerido la mayor cantidad de
sanjacobos de manera continuada era nada más y nada menos que yo mismo.
Sucedió cuando yo tenía poco más de nueve años y era
literalmente un niño obsesivo en todas las facetas incluida la alimenticia.
Como era tan sumamente complicado y me negaba a comer, mi madre descubrió que
sucumbía fácilmente ante un sanjacobo y empezó a servírmelos a diario a la hora
del almuerzo y de la cena. Como rehusaba ingerir cualquier tipo de alimento y
mi madre no tenía ni tiempo ni fuerzas para hacerme entrar en razón y
convencerme de que lo que necesitaba era llevar una dieta equilibrada, se
limitaba a calentar el aceite en la sartén y servirme dos sanjacobos para el
almuerzo y dos para la cena: “Como no le ponga esto que le gusta, este se muere
por inanición”- debió pensar. Así que durante una semana y media ese fue mi
único sustento.
Por increíble que os parezca, se me marcaban las costillas de
lo sumamente delgado que estaba, hasta tal punto que, como ya os he dicho, mi
madre ni siquiera me reñía para tratar de hacerme comer otra cosa diferente.
Evidentemente, transcurridos diez días, mi progenitora se
empezó a preocupar por haber engendrado a semejante animal sanjacobívoro y optó
por hacer lo que cualquier persona que se ve abocada a tratar con un ente
extremadamente obsesivo y un día me mintió:
-“El distribuidor de los productos ultracongelados está
enfermo y en el súper no quedan sanjacobos, come otra cosa”.
Empecé de nuevo mi etapa de abstinencia alimenticia.
-“Si no hay sanjacobos, no como”.
A día de hoy, me pregunto cómo es posible que mi madre se
rindiera ante todos mis caprichos y ni siquiera opusiese resistencia obligándome
a comer otra cosa. Quizás era conocedora de mi férrea obstinación y mi carácter
obsesivo y se negó a malgastar sus ya mermadas fuerzas intentándome hacer
entrar en razón.
-“Bueno, pues no comas nada si no quieres”.
Transcurrieron unos días y yo seguía sin probar bocado.
Un día, mi madre me llevó al médico de cabecera. Yo
encantado, hasta los veinticinco años, me encantaba acudir a la consulta del
médico y estudiar en la clase de ciencias naturales la biología del cuerpo
humano y las enfermedades. Después, me hice hipocondríaco y la última vez que
acudí a consulta, por ejemplo, fue para que la dermatóloga me quitase una
verruga que me había salido y que según su diagnóstico era vírica.
-“¡Qué horror! Yo me lavo la cara frotándomela con las manos
por las mañanas, ¿se me va a contagiar
por toda la cara y me voy a convertir en el doctor Buitrago, el malo de “Topacio”?
La doctora empezó a reírse y me la congeló.
Ese día en que mi madre me llevó al médico preocupada le
dijo:
-“Mire usted, se le marcan hasta las costillas, el niño no
tiene hambre” (ocultó el episodio de los sanjacobos para evitar que me derivara
directamente a salud mental)
-“El niño está sano, no se preocupe usted. De todas formas,
para que usted se quede más tranquila, le voy a recetar estas ampollas bebibles
que le van a abrir el apetito”.
Las ampollas estaban buenísimas, sabían a osito de gominola
de Garibo.
Nada más llegar a casa, me tomé dos. Ya os he dicho que
cuando me da por algo, pierdo por completo el autocontrol.
Acto seguido, me levanté del sofá y me comí diez plátanos,
todos los que había en el frutero de la cocina.
Mi hermana se empezó a reír a carcajadas.
-“Jamás he visto una medicina más efectiva, y eso que no le
gustaba la fruta”.
El episodio de los plátanos sale a relucir de vez en cuando.
No es de extrañar.
El crítico gordo Cyril Connolly decía que llevaba atrapado
dentro de sí un delgado que quería salir a azotes. Yo cada vez estoy más convencido
de que llevo dentro un gordo con ganas
de guerra.
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