jueves, 17 de julio de 2014

OBSESIONES


Nunca os lo he dicho porque soy una persona modesta, pero ostento el récord mundial de ingesta de sanjacobos. La pena es que en este extraño episodio de mi vida yo tenía una corta edad y una estrechez de miras que me impedía desarrollar mi potencial y vislumbrar mi plataforma a la fama y el reconocimiento mundial debido a semejante proeza heroica y desconocía la existencia de jueces del libro Guinness de los récords que debían corroborar que efectivamente el ser humano que había ingerido la mayor cantidad de sanjacobos de manera continuada era nada más y nada menos que yo mismo.

Sucedió cuando yo tenía poco más de nueve años y era literalmente un niño obsesivo en todas las facetas incluida la alimenticia. Como era tan sumamente complicado y me negaba a comer, mi madre descubrió que sucumbía fácilmente ante un sanjacobo y empezó a servírmelos a diario a la hora del almuerzo y de la cena. Como rehusaba ingerir cualquier tipo de alimento y mi madre no tenía ni tiempo ni fuerzas para hacerme entrar en razón y convencerme de que lo que necesitaba era llevar una dieta equilibrada, se limitaba a calentar el aceite en la sartén y servirme dos sanjacobos para el almuerzo y dos para la cena: “Como no le ponga esto que le gusta, este se muere por inanición”- debió pensar. Así que durante una semana y media ese fue mi único sustento.

Por increíble que os parezca, se me marcaban las costillas de lo sumamente delgado que estaba, hasta tal punto que, como ya os he dicho, mi madre ni siquiera me reñía para tratar de hacerme comer otra cosa diferente.

Evidentemente, transcurridos diez días, mi progenitora se empezó a preocupar por haber engendrado a semejante animal sanjacobívoro y optó por hacer lo que cualquier persona que se ve abocada a tratar con un ente extremadamente obsesivo y un día me mintió:

-“El distribuidor de los productos ultracongelados está enfermo y en el súper no quedan sanjacobos,  come otra cosa”.

Empecé de nuevo mi etapa de abstinencia alimenticia.

-“Si no hay sanjacobos, no como”.

A día de hoy, me pregunto cómo es posible que mi madre se rindiera ante todos mis caprichos y ni siquiera opusiese resistencia obligándome a comer otra cosa. Quizás era conocedora de mi férrea obstinación y mi carácter obsesivo y se negó a malgastar sus ya mermadas fuerzas intentándome hacer entrar en razón.

-“Bueno, pues no comas nada si no quieres”.

Transcurrieron unos días y yo seguía sin probar bocado.

Un día, mi madre me llevó al médico de cabecera. Yo encantado, hasta los veinticinco años, me encantaba acudir a la consulta del médico y estudiar en la clase de ciencias naturales la biología del cuerpo humano y las enfermedades. Después, me hice hipocondríaco y la última vez que acudí a consulta, por ejemplo, fue para que la dermatóloga me quitase una verruga que me había salido y que según su diagnóstico era vírica.

-“¡Qué horror! Yo me lavo la cara frotándomela con las manos por las mañanas,  ¿se me va a contagiar por toda la cara y me voy a convertir en el doctor Buitrago, el malo de “Topacio”?

La doctora empezó a reírse y me la congeló.

Ese día en que mi madre me llevó al médico preocupada le dijo:

-“Mire usted, se le marcan hasta las costillas, el niño no tiene hambre” (ocultó el episodio de los sanjacobos para evitar que me derivara directamente a salud mental)

-“El niño está sano, no se preocupe usted. De todas formas, para que usted se quede más tranquila, le voy a recetar estas ampollas bebibles que le van a abrir el apetito”.

Las ampollas estaban buenísimas, sabían a osito de gominola de Garibo.

Nada más llegar a casa, me tomé dos. Ya os he dicho que cuando me da por algo, pierdo por completo el autocontrol.

Acto seguido, me levanté del sofá y me comí diez plátanos, todos los que había en el frutero de la cocina.

Mi hermana se empezó a reír a carcajadas.

-“Jamás he visto una medicina más efectiva, y eso que no le gustaba la fruta”.

El episodio de los plátanos sale a relucir de vez en cuando. No es de extrañar.

El crítico gordo Cyril Connolly decía que llevaba atrapado dentro de sí un delgado que quería salir a azotes. Yo cada vez estoy más convencido de  que llevo dentro un gordo con ganas de guerra.

 

 

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