miércoles, 10 de junio de 2015

BUSCARSE LA VIDA



Cuando entré en la carrera, el primer año tuve que elegir un segundo idioma y como me caía bien Marlène Mourreau, elegí francés.
En el folleto explicativo de la programación ponía que la asignatura “Lengua y Literatura Francesas” se impartiría progresivamente en francés según se fuese avanzando en el estudio del idioma.

Como yo no sabía ni decir “ventana” en francés, aluciné en colores cuando en la primera clase de literatura francesa, un señor bajito con aspecto de intelectual, comenzó a leer “La Caída” de Albert Camus en francés.

Como era de esperar, nadie podía seguir las clases  porque la mayoría solo habíamos estudiado inglés en el instituto, así que el profesor nos tuvo que dejar en reprografía una fotocopia en versión bilingüe francés-español para las clases sucesivas y así poder pasarse las horas leyendo a Camus y quejándose de lo mala que era la traducción.

A veces echo de menos mi precariedad laboral.

Antes de lanzar todo tipo de improperios sobre mi persona, dejadme explicar el porqué.

Cuando terminé la carrera y no tenía trabajo fijo me hice cursillista y cazador de becas, y la verdad que mi vida era pura incertidumbre y aventura. Esta fase de mi vida fue la que más me curtió con diferencia.

Primero me fui a Irlanda del Norte con una beca-trabajo a enseñar español, y tanto me gustó la experiencia que cuando se me acabó y tuve que volverme a España, volví a solicitar la misma beca, pero esta vez para Francia.

A pesar de haber asistido a las clases del pedante trajeado que leía a Camus en voz alta, no aprendí mucho francés en la facultad. Tuve que irme a Irlanda y rodearme de franceses para hacerme el oído un poco. Los franceses hablan francés a la perfección pero lo que es el inglés…

Tanto oírlos hablarme en inglés con la estructura del francés me ayudó a forjar una base del idioma y dos años más tarde solicité el puesto de auxiliar de conversación en Francia, como ya sabéis.

El sueldo era de 700 euros aproximadamente, pero en el instituto donde daba clases, el director nos ofreció a mí y al auxiliar de conversación de alemán un apartamento para profesores que iban a demoler al año siguiente (dato importante a tener en cuenta para que os hagáis una idea del estado del inmueble)

Así fue como me hice “okupa legal”, porque la verdad, cuando entramos en el piso vacío (sin nevera, sin muebles, sin lavadora) fuimos indignados a “quejarnos” al director.

Bueno, mi francés rudimentario de inmigrante recién llegado de por aquel entonces no daba para sacarle los colores al director, así que lo único que pude decirle fue:

-Il n´y a pas de meubles, pas de lit, pas de machine à laver, pas de frigo, monsieur! (Mire usted, no hay muebles, ni cama, ni lavadora ni frigorífico)

Monsieur le proviseur” tenía una dicción muy buena y una educación, corrección política y capacidad de convicción digna de todo un  “afrancesado”, así que sonó muy convincente cuando nos dijo que era todo lo que nos podía ofrecer y que si no estábamos conformes que buscásemos una habitación para estudiante o un piso de alquiler cuyo precio rondaba los 600 euros en el barrio más modesto, aproximadamente.

Así que salimos del despacho de dirección pronunciando al unísono “merci beaucoup, vous êtes très gentil”

Tener un sueldo precario y un apartamento desamueblado a punto de ser derruido solo te conduce a un sitio: IKEA.

Compramos un par de mesitas auxiliares de a “nueve euros la unidad”, cojines de “a euro” y montamos una especie de “tetería en el salón”. Luego compramos cada uno un colchón que tuvimos que transportar en el tranvía ante la mirada atónita de todos los pasajeros, y poniendo cara de animalitos abandonados conseguimos que los vecinos nos prestasen una cafetera y un hornillo.

 También conseguimos un par de pupitres y de sillas del instituto y a veces el “surveillant “nos daba algo de comida.

Pero nos dio un ataque de pánico cuando nos dimos cuenta de que no teníamos donde enfriar las cervezas para las fiestas porque la vulgaridad de no tener  donde conservar la comida se podía sobrellevar más o menos pero eso de no poder beber cerveza bien fría lo llevábamos fatal.

El problema lo solucionamos llenando el balcón de litronas y latas de cerveza, porque reparamos que en la calle hacía más frío que en el cumpleaños de Pingu, por lo tanto  ¿qué sentido tenía montar aquel drama por un superfluo frigorífico?

El alemán que compartía piso conmigo era pintor y llenó de dibujos todas las paredes de la casa, yo contribuí escribiendo citas famosas y letras de canciones.

La comida la sacábamos de la cantina escolar ya que las carillas de perros pachones de ojos tristes y llorosos nos hacían irresistibles. Hasta nos ofrecieron una tarjeta de estudiante para comer un menú de lunes a viernes (nos apadrinaron como a unos niños del tercer mundo, prácticamente). Los fines de semana malcomíamos y tomábamos “jus d´orge” (zumo de cebada)

El piso era una sucesión ininterrumpida de fiestas. La vecina del piso de abajo era cocinera de la cantina del instituto y no nos podía ni ver. El alemán decía que a lo mejor era que no podía dormir, yo decía que era envidia de la mala de ver lo bien que nos lo pasábamos.

La ropa la lavábamos en la bañera porque el concepto de ir a la lavandería y echar monedas nos quedaba muy burgués (por cierto, es una falacia lo del detergente a mano sin frotar)

En todos sitios decíamos que éramos estudiantes mostrando cualquier tarjeta de lo que fuera con tal de que no estuviera en francés (yo conseguí el abono de metro barato exagerando mi acento español  y prometiendo que acababa de matricularme en un curso de francés pero no tenía aún el carnet de estudiante. Mentira, no pisé una academia)

Un salario precario en un país caro agudiza el ingenio, os lo garantizo.

Pues eso, a veces echo de menos la aventura y la incertidumbre y el tener que “buscarse la vida” cuando uno  está empezando a vivir y a conocer el mundo.

 

 

 

 

 

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