A nuestro yo racional y
pensante le encanta remontarse atrás y adelante en el tiempo. Es más, rara vez
se encuentra a gusto en el presente. Por eso, uno acaba por ser víctima de su
propia capacidad de pensar que lo diferencia de los animales la mayoría de las
veces y la vida transcurre entre recuerdos y planes futuros.
No se trata
precisamente de arrebatos de nostalgia en los que rememoramos sucesos
placenteros o simpáticos de nuestro pasado remoto o reciente mientras esbozamos
una sonrisa ni de proyectar ilusiones futuras y cargarse a la espalda proyectos
ilusionantes que nos despierten de la cama con ganas de comernos el mundo cada
mañana.
Se trata más bien de
traumas del ayer que nos asaltan en cuanto bajamos un poco la guardia o de
preocupaciones de que algo vaya mal si es que todo iba bien o de que algo vaya a peor si es que ya iba mal.
No es pesimismo, es la
naturaleza del miedo, una emoción necesaria para la supervivencia. Una vez leí
en algún artículo la ridícula fracción de tiempo que viviría un ser humano que
estuviese totalmente desprovisto del mecanismo del miedo, no recuerdo con
exactitud la cifra pero era en todo caso una nimiedad.
El miedo garantiza la
prudencia, la sospecha y la cautela a la hora de transitar por la selva de la
vida. El miedo hace correr a la cebra cuando advierte el peligro de un
depredador cercano.
Pero nuestros miedos en
nuestra sociedad moderna son en su mayor parte
especulaciones a lo que pueda acontecer o el eco de un mal ya acontecido. A pesar de no tratarse de miedos fundamentados en el presente, la
reacción física del cuerpo ante un miedo real y un miedo imaginado es
exactamente idéntica.
La ansiedad
contemporánea la provoca una entelequia, un fantasma, un espejismo, una
proyección, una posibilidad hipotética.
Es el precio a pagar
por la evolución del pensamiento y el ser capaz de desplazarse cronológicamente
con la mente como si tuviésemos una máquina del tiempo maldita que se empeña en hacernos sufrir.
Y por eso hacen negocio los seguros...
ResponderEliminar