Quizás una de las verdades más incómodas a las que nos
enfrentamos en algún momento de nuestra vida es comprobar que nadie es
imprescindible y que uno no es la excepción, claro está.
No sé de dónde nos viene esa tendencia a singularizar y
romantizar a todas las personas y cosas que nos rodean. Tal vez no sea más que un
antídoto para combatir la angustia de sabernos finitos.
Comprender que uno es un ser de existencia limitada y
asimilar la propia finitud es bien diferente. Cuanto más joven se es, menos consciencia
de mortalidad se tiene y por ende, más tendemos a creernos insustituibles,
por regla general.
Hay grandes egos incapaces de aceptar su futura desintegración final. En el fondo,
deberían causarnos pena.
No hay nada más liberador que admitir que nadie es
irreemplazable y mucho más aún reconocer que uno no es estrictamente necesario
para nadie. El adquirir consciencia de ser accesorio te concede la
oportunidad de ir y venir, entrar y salir y empezar de cero mil veces o las que
hagan falta.
En el otro extremo están los esclavos de la trascendencia,
siempre subyugados a la necesidad de relevancia.
Es mejor creerse un mero artículo de bazar barato en el que
nadie deposita muchas expectativas que considerarse la Torre Eiffel.
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