Me monto en la báscula digital inteligente y me pide ingresar
mi altura en centímetros. Al cabo de unos segundos, secciona mi cuerpo en
porcentajes de hueso, agua, masa muscular y tejido adiposo y me hace sentirme
una amalgama de materia orgánica entretejida . Termina arrojando una cifra de
calorías que debo ingerir diariamente para mantener mi peso actual.
Desciendo del artefacto y empiezo a pensar en el escalón cronológico
que me separa de los griegos de la antigua Grecia y su teoría de los cuatro
humores (bilis negra, bilis, flema y sangre) de los que consideraban que estaba
hecho el cuerpo humano y en Miguel Servet en el Renacimiento a punto de arder
en la hoguera acusado de blasfemia por su teoría de la circulación sanguínea.
Me siento al otro extremo de la cuerda al pertenecer al siglo
XXI y prestar atención a una máquina que me fracciona en proporciones precisas
pero no puedo evitar verme un poco absurdo subido a un ridículo aparato
digital versión 2.0 que será considerado un burdo rudimento dentro de unos dos
mil años, cuando sea menos que una mota de polvo en un escalón cíclico
intermedio y se haya borrado el más mínimo atisbo de mi existencia en el
planeta.
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