jueves, 6 de noviembre de 2014

ESTADOS DE ÁNIMO


Desde que me aficioné a leer ensayo de neurociencia y psicología me autoanalizo más de la cuenta.

El ser consciente de lo que se supone que es una emoción y cómo se gesta  debería constituir una herramienta poderosa para ayudarte a ejercer el autocontrol emocional.

Una mierda.

Las emociones se apoderan de mí como si fuesen una pócima mágica. Las siento como una especie de química, como si se derramase dentro de mí un frasquito de brebaje fabricado por una hechicera y por más que intento utilizar mi parte racional, esa a la que llaman neocórtex, lo único que consigo es exasperarme aún más al ser consciente de que lo único que puedo hacer es esperar a que el efecto del veneno amaine, sintiéndome una estúpida y absurda víctima de las reacciones químicas internas.

Vuelvo del trabajo y de repente me asalta un pensamiento positivo: “¡Qué ganas tengo de salir a correr esta tarde!” Ya ves lo poco que me exijo a mí mismo para ser feliz a veces. ¿Qué mecanismo interno habrá actuado para que una cosa tan baladí haya conseguido hacerme sentir tan bien? Por más que analizo, no salgo de mi asombro, sobre todo porque el hecho de salir a correr es a veces lo que me transporta al séptimo infierno del que hablaba Dante cuando no me apetece mover un dedo pero me veo en la obligación de hacer algo de deporte.

Os parecerá extraño pero tengo un hobby curioso. Me tumbo en la cama y miro al techo dejándome llevar por el embrollo de mis pensamientos, sin música de fondo, sin propósito alguno. Se trata simplemente de mirar al techo y perder el tiempo.

Admito que cuando lo hago me limito el tiempo  porque podría pasarme horas así, pero soy consciente de que mi equilibrio mental pendería de un hilo si  cultivara muy a menudo y durante mucho tiempo este pasatiempo descabellado y sólo lo practico a intervalos de tiempo breves normalmente acotados por algún elemento externo como esperar a que termine el programa corto de la lavadora o que el horno termine de cocinar, por poner algún ejemplo.

Me esfuerzo en no pensar en nada concentrándome en el techo y me gusta dejarme sorprender por mi propia mente que siempre saca a relucir algunos asuntos tan variopintos  que van desde un intranscendente “voy a contar las tres manchitas negras apenas perceptibles del techo una y otra vez aunque no sé para qué estoy haciendo esto” hasta un “¿qué es más difícil imaginar: un universo finito o un universo que nunca acaba?” o un “¿y si el mundo no fuese más que una mota de polvo plagada de seres microscópicos (nosotros, los humanos) en la chaqueta de un ser gigantesco que habitara un planeta enorme de seres gigantescos mortales que creen que creen en la vida eterna después de la muerte?” “¿Y si la cadena continuase y esos seres gigantescos fuesen microbios en otra mota de polvo en la chaqueta de otros seres aún más gigantescos?”

Creo que me gusta esta distracción porque mi parte racional, la que me hace oscilar entre estupideces y dilemas morales no me molesta lo más mínimo. Sin embargo, cuando me asalta un estado de ánimo, me suelo sentir desvalido e impotente. Si es bueno, me regala un transitorio estado de felicidad exacerbada que me llega como de la nada. Pero si es negativo, mi parte racional se siente tiranizada por un sátrapa leonino que la manipula a su antojo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario