Desde que me aficioné a leer ensayo de neurociencia y
psicología me autoanalizo más de la cuenta.
El ser consciente de lo que se supone que es una emoción y
cómo se gesta debería constituir una
herramienta poderosa para ayudarte a ejercer el autocontrol emocional.
Una mierda.
Las emociones se apoderan de mí como si fuesen una pócima
mágica. Las siento como una especie de química, como si se derramase dentro de
mí un frasquito de brebaje fabricado por una hechicera y por más que intento
utilizar mi parte racional, esa a la que llaman neocórtex, lo único que consigo
es exasperarme aún más al ser consciente de que lo único que puedo hacer es
esperar a que el efecto del veneno amaine, sintiéndome una estúpida y absurda
víctima de las reacciones químicas internas.
Vuelvo del trabajo y de repente me asalta un pensamiento
positivo: “¡Qué ganas tengo de salir a correr esta tarde!” Ya ves lo poco que
me exijo a mí mismo para ser feliz a veces. ¿Qué mecanismo interno habrá
actuado para que una cosa tan baladí haya conseguido hacerme sentir tan bien?
Por más que analizo, no salgo de mi asombro, sobre todo porque el hecho de
salir a correr es a veces lo que me transporta al séptimo infierno del que
hablaba Dante cuando no me apetece mover un dedo pero me veo en la obligación
de hacer algo de deporte.
Os parecerá extraño pero tengo un hobby curioso. Me tumbo en
la cama y miro al techo dejándome llevar por el embrollo de mis pensamientos,
sin música de fondo, sin propósito alguno. Se trata simplemente de mirar al
techo y perder el tiempo.
Admito que cuando lo hago me limito el tiempo porque podría pasarme horas así, pero soy
consciente de que mi equilibrio mental pendería de un hilo si cultivara muy a menudo y durante mucho tiempo
este pasatiempo descabellado y sólo lo practico a intervalos de tiempo breves normalmente
acotados por algún elemento externo como esperar a que termine el programa
corto de la lavadora o que el horno termine de cocinar, por poner algún
ejemplo.
Me esfuerzo en no pensar en nada concentrándome en el techo y
me gusta dejarme sorprender por mi propia mente que siempre saca a relucir
algunos asuntos tan variopintos que van
desde un intranscendente “voy a contar
las tres manchitas negras apenas perceptibles del techo una y otra vez aunque
no sé para qué estoy haciendo esto” hasta un “¿qué es más difícil imaginar: un universo finito o un universo que
nunca acaba?” o un “¿y si el mundo no fuese más que una mota de polvo plagada
de seres microscópicos (nosotros, los humanos) en la chaqueta de un ser
gigantesco que habitara un planeta enorme de seres gigantescos mortales que
creen que creen en la vida eterna después de la muerte?” “¿Y si la cadena continuase y esos seres
gigantescos fuesen microbios en otra mota de polvo en la chaqueta de otros seres
aún más gigantescos?”
Creo que me gusta esta distracción porque mi parte racional,
la que me hace oscilar entre estupideces y dilemas morales no me molesta lo más
mínimo. Sin embargo, cuando me asalta un estado de ánimo, me suelo sentir
desvalido e impotente. Si es bueno, me regala un transitorio estado de
felicidad exacerbada que me llega como de la nada. Pero si es negativo, mi
parte racional se siente tiranizada por un sátrapa leonino que la manipula a su
antojo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario