Por fin llegó el ansiado día en el que el chaval empezaba las
clases de mecanografía. A las siete y media de la tarde, ya estaba listo para
acudir al bar donde los profesores le habían citado a las ocho en punto. La
máquina de escribir era bastante pesada y el pobre chico caminaba cambiándose
de mano el pesado artefacto que le dejaba los deditos marcados por el peso.
Llegó con mucha antelación y se sintió un poco ridículo por ello.
Como era bastante tímido, optó por alejarse a una distancia
prudencial del bar y aguardar a que llegaran los demás, no quería dar la
sensación de que estaba deseando que empezaran las clases. Tenía que dar la
impresión de que a él aquello le resultaba un rollo, como pensaban todos los
alumnos a los que sus padres habían inscrito en el curso augurándoles un futuro
prometedor como burócratas.
Cuando advirtió la presencia de una alumna con una máquina de
escribir, se acercó al bar.
-¡Hola! ¿A ti te han dicho que era aquí a las ocho también?
-Sí ¡Vaya rollo!
Al cabo de cinco minutos llegaron otros dos alumnos más. En
total eran cuatro.
Los dos últimos alumnos eran bien conocidos en su colegio por
ser de los más disruptivos y problemáticos.
El niño estudioso volvió a mentir diciendo que estaba harto
de esperar a aquel latazo ocultando su desorbitada ilusión por empezar cuanto
antes a aprender a manejar aquel instrumento.
Los profesores llegaron y saludaron a todos los alumnos
deteniéndose a charlar un rato con la madre de uno de los niños disruptivos.
El bar donde se iban a impartir las clases (a falta de otro local
de ambiente más pedagógico) estaba vacío, aunque seguía abierto al público. Los
profesores acomodaron a los cuatro alumnos en cuatro mesitas alejadas de la
barra.
-Abrid las máquinas y colocad las manitas en la posición
inicial.
Poned el meñique izquierdo sobre la a, el anular izquierdo
sobre la s, el dedo corazón sobre la d y el índice sobre la f.
Pasamos luego a la mano derecha. El índice derecho sobre la
j, el dedo corazón sobre la k, el anular sobre la l y por último el meñique
sobre la ñ.
-Vamos a hacer un ejercicio inicial. Tenéis que escribir diez
líneas fjf seguido de un espacio y luego jfj. A ver que os vea, muy bien, con
cuidado, si se os atranca la máquina, tirad del bloqueo hacia atrás con cuidado
y seguid con el ejercicio.
Una vez se hubo asegurado de que sus alumnos estaban bien
entretenidos con la tarea mecánica y de haberles proporcionado estrategias de
autonomía (si se os atranca la máquina, desatrancadla vosotros, a mí no me
interrumpáis) El profesor se fue a la barra del bar con su mujer a tomarse unas
cañas y una tapa.
Las clases no eran muy entretenidas o motivadoras. El profesor
siempre seguía la misma estrategia, enseñaba cuatro letras por sesión y luego
mandaba ejercicios mecánicos y se iba a hablar con el camarero y su mujer.
Los alumnos obedecían sin cuestionar el método pedagógico
basado en la repetición de asociaciones de letras sin sentido hasta que un día,
la chica organizó un motín entre los discípulos alentada por el chico
estudioso.
-¡Esto sería más divertido si escribiéramos alguna frase!
-Tienes razón, menudo rollo todo el día escribiendo asdf espacio jklñ y tonterías sin sentido. Voy a
ir a la barra a decirle que estamos
hartos de escribir tonterías y a pedirle que nos enseñe una frase en
condiciones.
Al cabo de un tiempo, la alumna subversiva volvió con su
objetivo cumplido.
Me ha costado sacársela porque dice que sólo dominamos ocho
letras pero ya tengo frase. Nos ha mandado escribir cien veces …Um, espera que
se me ha olvidado. La he apuntado para decírosla, esperad…Aquí esta: “Añada
alfalfa salada a la salsa”.
Aunque ninguno de los que estaba allí sabía lo que era la alfalfa, la frase tenía un sujeto (elíptico
pero sujeto al fin y al cabo) y un verbo transitivo con su objeto directo y
todo, así que nos dimos más que por satisfechos obviando la poca consistencia
semántica del enunciado.
Cuando llegó a su casa después de aquella clase, el niño
aplicado sacó la máquina de escribir y un folio en blanco para impresionar a su
hermana mayor.
-Siéntate, rápido. Por fin voy a escribirte una frase.
-¿Lo vas a hacer sin mirar al teclado?
-Por supuesto.
“Añada alfalfa salada a la salsa”
-Aquí tienes. ¿No decías que nunca sería capaz de escribir
como los de las pelis americanas?
La hermana mayor estalló en una carcajada enorme.
-Menuda tontería. Esto no tiene ni piés ni cabeza. Ya decía
yo que habías aprendido muy rápido. Nunca aprenderás a escribir como los
mecanógrafos serios. ¿Qué clase de profesional escribiría semejante disparate?
Así fueron mis inicios aprendiendo a escribir a máquina. En
un bar, con un profesor que bebía cerveza y tapeaba tras darnos la más mínima
indicación y deseando poder llegar a casa para demostrarle a mi hermana que
algún día lograría tener tantas pulsaciones por minuto como los mecanógrafos
profesionales.
Cuando escribo algo en el ordenador y lo proyecto con el
cañón o en la pizarra digital, mis alumnos siempre se quedan impresionados de
la rapidez con la que escribo y yo no puedo evitar acordarme de aquella noche
en la que organizamos un motín para conseguir aquella absurda oración que se me
quedó grabada a fuego en la memoria:
“Añada alfafa salada a la salsa”
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