lunes, 16 de febrero de 2015

ANTOJOS EXCÉNTRICOS


Si hay un rasgo de mi personalidad innegable es el poder de observación. Resulta contradictorio que aún siendo bastante despistado, a veces no puedo evitar centrarme en detalles que otros obviarían por completo o  les pasarían desapercibidos.

Hace unos días no pude evitar observar en una cafetería a una mujer que estaba tomando el almuerzo a deshoras, me llamó la atención que estuviese comiendo a la hora del café y  mi mente peliculera no pudo evitar inventarse una historia para justificar el porqué aquella señora se empeñaba en desafiar la convención culinaria y almorzar tan tarde. Pero esa es otra historia.

Lo que no pude eludir  fue quedarme absorto examinando cada uno de los gestos de aquella mujer. Analizar cómo cortaba la carne y la delicadeza y habilidad con la que manejaba los cubiertos junto a la elegancia con la que masticaba cada bocado era todo un festín para cualquier observador que se precie. Mirarla eran ganas de ponerse a comer.

Ya sabéis que mi infancia estuvo marcada por los caprichos culinarios. De niño era algo así como un tirano de la cocina y podía pasar temporadas prácticamente sin comer o bien ingiriendo sólo un tipo de alimento hasta aborrecerlo. Os invito a aquellos que leáis el blog por primera vez a leer una entrada antigua que titulé “Obsesiones” donde narro uno de estos episodios en los que decidí que sólo quería comer sanjacobos.

Contemplar el espectáculo de la “lady almuerzo-merienda” me remitió a un episodio de mi infancia.

Ese día llegué del colegio a casa y nada más ser recibido por mi madre, dije:

-Quiero pan y aceite.

Mi madre, indefensa ante los caprichos de un sátrapa mocoso, obedeció sin rechistar.

-Este pan está muy bueno. ¿Te preparo un bocadillo?

-No, necesito un plato de plástico.

Mi madre, que estaba más que acostumbrada a mis excentricidades, no opuso la más mínima resistencia y consiguió un plato de plástico. Mejor eso a tener que aguantar cómo le daba vueltas a la cuchara o jugaba con el tenedor si me obligaba a comer lo que hubiera preparado para ese día.

Una vez conseguí a golpe de exigencia las tres cosas que mi veleidosa naturaleza de niño autócrata reclamaban como si se tratase de un derecho fundamental innegable, me dirigí al patio y me senté en el suelo.

A continuación, vertí unas cuantas gotas de aceite de la alcuza en el plato de plástico y comencé a despedazar el pan con las manos bajo la mirada de mi madre.

Luego, mojé toscamente las sopas en el plato de aceite y engullí como un bruto cada una de las sopas mientras me caían las migajas de pan en el jersey.

Lejos de asombrarse o de regañarme por la falta de modales o el poco decoro, mi madre se limitó a hacerme una pregunta:

-¿A quién has visto comer de esa forma?

Con la boca llena de pan respondí:

-A un gitano, mamá. A un gitano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario