Si hay un rasgo de mi personalidad
innegable es el poder de observación. Resulta contradictorio que aún siendo
bastante despistado, a veces no puedo evitar centrarme en detalles que otros
obviarían por completo o les pasarían
desapercibidos.
Hace unos días no pude evitar
observar en una cafetería a una mujer que estaba tomando el almuerzo a
deshoras, me llamó la atención que estuviese comiendo a la hora del café y mi mente peliculera no pudo evitar inventarse
una historia para justificar el porqué aquella señora se empeñaba en desafiar
la convención culinaria y almorzar tan tarde. Pero esa es otra historia.
Lo que no pude eludir fue quedarme absorto examinando cada uno de
los gestos de aquella mujer. Analizar cómo cortaba la carne y la delicadeza y
habilidad con la que manejaba los cubiertos junto a la elegancia con la que
masticaba cada bocado era todo un festín para cualquier observador que se
precie. Mirarla eran ganas de ponerse a comer.
Ya sabéis que mi infancia estuvo
marcada por los caprichos culinarios. De niño era algo así como un tirano de la
cocina y podía pasar temporadas prácticamente sin comer o bien ingiriendo sólo
un tipo de alimento hasta aborrecerlo. Os invito a aquellos que leáis el blog
por primera vez a leer una entrada antigua que titulé “Obsesiones” donde narro
uno de estos episodios en los que decidí que sólo quería comer sanjacobos.
Contemplar el espectáculo de la “lady
almuerzo-merienda” me remitió a un episodio de mi infancia.
Ese día llegué del colegio a casa y
nada más ser recibido por mi madre, dije:
-Quiero pan y aceite.
Mi madre, indefensa ante los
caprichos de un sátrapa mocoso, obedeció sin rechistar.
-Este
pan está muy bueno. ¿Te preparo un bocadillo?
-No, necesito un plato de plástico.
Mi madre, que estaba más que acostumbrada
a mis excentricidades, no opuso la más mínima resistencia y consiguió un plato
de plástico. Mejor eso a tener que aguantar cómo le daba vueltas a la cuchara o
jugaba con el tenedor si me obligaba a comer lo que hubiera preparado para ese
día.
Una vez conseguí a golpe de exigencia
las tres cosas que mi veleidosa naturaleza de niño autócrata reclamaban como si
se tratase de un derecho fundamental innegable, me dirigí al patio y me senté
en el suelo.
A continuación, vertí unas cuantas
gotas de aceite de la alcuza en el plato de plástico y comencé a despedazar el
pan con las manos bajo la mirada de mi madre.
Luego, mojé toscamente las sopas en
el plato de aceite y engullí como un bruto cada una de las sopas mientras me
caían las migajas de pan en el jersey.
Lejos de asombrarse o de regañarme
por la falta de modales o el poco decoro, mi madre se limitó a hacerme una
pregunta:
-¿A quién has visto comer de esa forma?
Con la boca llena de pan respondí:
-A un gitano, mamá. A un gitano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario