¿Dónde está el límite entre el cumplido con buenas
intenciones y la lisonja barata de la que se espera obtener una buena tajada?
¿Cuál es la diferencia entre el que sabe valorar y reconocer
lo positivo que tenemos o hacemos por y para los demás y el cobista que quiere
comprar tu aprobación a golpe de alabanza ficticia o sobreactuada?
¿En qué momento malinterpretamos una atención benévola tomándola
por una adulación rastrera y oportunista o a la inversa?
¿Por qué no existe un mecanismo que permita distinguir
claramente al abyecto lameculos, al vil pelotillero, al ruin tiralevitas, al
despreciable chaquetero que nos dora la píldora para conseguir de la forma más
innoble nuestro favor?
¿Por qué es tan fácil ganarse a alguien a golpe de agasajo?
¿Será que el primer mundo y su sobrealimentación buscan el
reconocimiento social a toda costa? ¿O que en el fondo nuestro mecanismo
interno es insultantemente poco sofisticado, capaz de ponerse en marcha con un irrisorio
camelo por parte del prójimo?
¿Será que al odiar al pelota odiamos en el fondo nuestra
naturaleza ingenua, capaz de sucumbir al elogio?
¿Y qué hacer para blindarnos contra el ditirambo y abrirnos a
la crítica constructiva?
No, tampoco queremos censura ni al detractor con su látigo
azotando nuestra débil autoestima construida a base de zalamería y arrumacos
provenientes de seres tan serviles como aprovechados.
Queremos que nos den jabón sin ser conscientes de ello, que
nos regalen la oreja fundamentando cada piropo como si fuese de verdad certero.
Lo que de verdad perseguimos es ser admirados como pieza de
museo por algo tan simple como una nueva camiseta, un cinturón “low cost”, una
falsificación de un perfume por la que regateamos a un vendedor ambulante, un
frívolo cambio de peinado, una nueva tonalidad de laca de uñas.
Lo que de verdad queremos es huir de la mediocridad que
encorseta, la vulgaridad que nos tiraniza.
Y si para ello hay que entregarse a la infame lisonja, nos
tapamos los ojos y los oídos como señal de rechazo, dejando un ligero hueco
entre los dedos y sin llegar a taponar totalmente el canal auditivo para poder
contemplar y escuchar a nuestro ferviente admirador hipócrita.
Esta vez no estoy tan de acuerdo. Siempre me he tomado el peloteo como una ofensa a mi inteligencia; quiero creer que soy capaz de distinguir al peloteo rastrero del, como tú describes, "piropo bien fundamentado", claro. No sé, pienso que, al igual que tú defendías en otro post que no hay mayor crítico hacia uno mismo que uno mismo, también pienso que no hay piropo más satisfactorio que el uno mismo se echa cuando está orgulloso de veras.
ResponderEliminar