martes, 21 de enero de 2014

LA MATER DOLOROSA (Continuación de "Cómo conocí a Isabel I")


Como era la feria del libro, el jefe de sección me comunicó que yo estaría en un stand especial que habían habilitado en el exterior el primer día junto con el oso trajeado. Pusieron un par de montañas de bestsellers en la puerta y una caja registradora del diablo, a mí con mi traje de una talla más y al oso codicioso que siempre quedaba el primero en el ránking de ventas.
Hacía un día soleado y bastante caluroso, transcurrida una hora desde que había fichado, el oso trajeado vino a por mí para llevarme al stand callejero.
Cuando salí a la calle, el oso me explicó que cuando algún cliente pidiera un título que no fuese un bestseller de los que habían sacado, había que enviar al cliente al interior del edificio donde estaba la biblioteca completa. Como yo no tenía ni idea de los libros que había, me limitaba a cobrar a los clientes que ya habían elegido su libro y si alguno me pedía algún tipo de indicación o me hacía una consulta de otro tipo le decía:
-Eso dentro.
Si alguno me pedía pagar con tarjeta o de cualquier otra forma de pago diferente a “en metálico contante y sonante” y   que había que traducir a códigos que en su día dictó la reina Isabel I en el taller de formación y cuya complejidad era para mí equiparable a la de los jeroglíficos egipcios, también los mandaba dentro
Mientras tanto, el oso hacía su agosto vendiendo libros a diestro y siniestro. En lo que yo despachaba un libro en mi caja, él vendía cuatro y le decía a los clientes que no encontraban el que buscaban que volvieran al día siguiente que él se lo tendría preparado.
A las siete de la tarde aproximadamente, recogieron el stand de libros y me mandaron dentro del edificio de nuevo donde iría conociendo al resto de vendedores de mi departamento.
Nada más entrar, una chica joven con la falda torcida (tenía la raja de la falda del uniforme mal colocada) se dirigió a mí para preguntarme el nombre y decirme ella el suyo.
Yo que  creía ocupar un subapartado más abajo de la base del organigrama piramidal de la empresa y resulta que había aún empleados con condiciones más precarias que yo. La chica de la falda torcida acababa de terminar filología hispánica y la habían contratado solo para diez días a media jornada. Seguramente no mintió como yo en la entrevista de trabajo.
Si pardillo era yo con mi traje de una talla más y mi absoluta ignorancia en el gremio de comerciales, más pardilla era la pobre que habría leído a Larra y a todos los clásicos de la literatura española, pero tampoco sabía quiénes eran Kika Superbruja ni el Capitán Calzoncillos y muchísimo menos dónde se hallaban dichos títulos en la caótica librería.
La chica de la falda torcida era muy lenta y se movía de manera torpe y poco decorosa, era además obediente y servicial rozando lo servil, pero tenía suerte; muchos clientes le daban los libros que ellos habían encontrado en la vorágine de estanterías que no atendían a ningún tipo de lógica u orden para que ella se los cobrara. Tenía aspecto un  poco desaliñado y el pelo mal recogido en un amago de moño decente e iba desprovista de maquillaje mostrando su desnudo rostro cubierto de barrillos, puntos negros y demás imperfecciones; no había seguido las indicaciones de la reina Isabel I y no se había preguntado esa mañana frente al espejo si iba bien arreglada para ser merecedora de su puesto.
A mí me buscaban los que querían hacer algún tipo de consulta sin intención de comprar nada y yo los mareaba con mi pseudoprofesionalidad hasta conseguir librarme de ellos.
-         ¿Qué libro me recomendaría para un regalo de comunión que no sea muy caro?

-         ¿No conoce usted al Capitán Calzoncillos? Seguro que su nieto se lo pasa pipa leyendo sus aventuras.
 
-         No sé. No lo veo apropiado para una comunión.

-         Harry Potter está haciendo furor.

-         Bueno, voy a dar una vuelta a ver si veo algo que me convenza más.
 
Otro conato de venta que quedaba en agua de borrajas.
 
-         ¡Hola! ¿Tú también eres nuevo, verdad?
Me giré para responder poniéndole rostro a la voz que me reclamaba. Se trataba de una señora de mediana edad con aspecto y ademanes dignos de una mujer con varios títulos nobiliarios.

-         Encantada de conocerte, y ya sabes, por aquí estoy por si alguien te pregunta por una enciclopedia.

La mujer de múltiples títulos nobiliarios tampoco poseía condiciones laborales que la colocaran por encima de mí en el organigrama de la empresa. Ni siquiera tenía sueldo base. Iba sólo a comisión. Eso sí, se movía y actuaba como si fuese una multimillonaria ejerciendo labor de voluntariado en un mercadillo solidario. La archiduquesa venida a menos se quejaba de su mala suerte al verse obligada a vender enciclopedias en papel en una época en la que las enciclopedias digitales u online empezaban a comerle terreno a pasos agigantados a las versiones impresas tradicionales. De su frugal y efímera presencia aprendí una gran lección que aún a día de hoy atesoro: es imposible vender un producto en el que no crees ni tú mismo. No vendió ni una sola enciclopedia en los quince días que yo estuve trabajando allí.
-(Voz susurrada) ¡Oye, ven aquí un momento, por favor! Espera, colócate ahí de pié tapándome bien. Un poco más a la derecha. Sí, ahí.
La pelirroja de metro noventa se agachó detrás del mostrador donde estaba la caja registradora inhumana que sólo obedecía a códigos ignotos a mí para mordisquear una galleta.
-Gracias, perdona que te haya molestado. Cuando yo te diga, mira con disimulo a la bola negra que hay en la parte superior a tu derecha. Es una cámara. Nos están vigilando. He visto antes que te has apoyado en el mostrador. No lo hagas mucho que te van a llamar la atención. Ahora sí, ya puedes mirar como quien no quiere la cosa.
La pelirroja me dijo su nombre y me dio la bienvenida al inhóspito mundo de la lucha darwiniana por la comisión.
Al cabo de un rato apareció ella, una mujer de unos cuarenta años largos con media melena y sonrisa y rostro apacible: mi mater dolorosa.
-Creo que eres el único que me falta por conocer de los nuevos. ¿Cómo te llamas?
Mi protectora se me presentó dándome la bienvenida y ofreciéndose a ayudarme en todo lo que necesitara.
-No tengas el más mínimo reparo en interrumpirme si lo necesitas. Al principio es normal que estés perdido, pero ya verás que no es tan complicado, seguro que lo haces bien.
Siempre estaba cerca de mí, hacía como que no estaba pendiente pero cada vez que me notaba en un aprieto aparecía por arte de magia y me solucionaba el contratiempo. Se interesó por mi situación. Hablaba mucho conmigo en las horas de menos afluencia de clientes.
Me contó que tenía un hijo de mi edad y que le recordaba un poco a él.
-Has terminado hace poco la carrera, ¿verdad? Estudia mucho y sal de aquí. Esto es un infierno.
He desarrollado una superstición un tanto pueril y creo que cuando me encuentro en una situación poco favorable, sólo cabe esperar que me ocurra algo bueno. Es la ley de la compensación, como a mí me gusta llamarla.
La mater dolorosa era una prueba fehaciente sobre la que fundamentar mi superstición bien enraizada.
Vendía libros y fingía estar muy ocupada para cederme la venta:
-¡Cóbrale a estos señores que me tengo que marchar a catalogar un paquete que ha llegado!
Me quitaba el muerto de encima cuando se avecinaba algún cliente pelmazo.
-Yo atiendo a este caballero. Aquella caja está libre. Hazme el favor de cobrarles a estos clientes que llevan un rato esperando aquí.
Gracias a ella, mi reputación como comercial traducida en volumen de ventas que era lo que realmente importaba no fue nefasta y mi lucha por la supervivencia no fue tan penosa como yo presagié en un principio.
Podría seguir contando en sucesivas entregas como fui conociendo al resto de compañeros que, como yo, tenían que ingeniárselas para saldar mercancía alentados por el incentivo de la comisión y hablaros de C., la joven promesa que fue ascendido durante mi permanencia en aquella institución darwiniana, o de L., que siempre estaba hablando de su novio y ausentándose de la librería para ir a fumar a los baños, o de cómo un día me intentaron hacer la novatada de enviarme a la séptima planta a hablar con un responsable inexistente que requería mi inmediata presencia pero que nunca llegué a sufrir porque mi mater dolorosa me confesó furtivamente que se trataba de una información falaz. Pero no voy a hacerlo, prefiero darle variedad al blog, contaré otras cosas. Algunos de vosotros me habéis comentado que mis aventuras como vendedor dan para una novela, y es posible.
Todo lo que os he contado sucedió hace 12 años y el hecho de sentarme a escribirlo me ha hecho revivirlo todo demostrándome que la escritura es un ejercicio de memoria excelente.
Los expertos dicen que la memoria humana no es precisa ya que al ser solo capaces de centrarnos en detalles parciales, nos vemos obligados a  rellenar con pormenores inventados aquello que no fuimos capaces de percibir y que al mezclarse con lo que sí captamos parece igual o más real.
Narrar un acontecimiento también lo distorsiona en cierto modo. Sin embargo, a pesar de todo, os garantizo que la esencia de lo relatado es absolutamente verídica.
Mi primera experiencia laboral con contrato me sirvió para descubrir una verdad incómoda: el conocimiento teórico desvinculado de la vida real que se adquiere en la universidad me iba a valer para muy poco, por no decir para nada y fue la primera bofetada metafórica laboral que se encargaron de darme.

2 comentarios:

  1. Enhorabuena por el blog, Jesús, has plasmado a la perfección lo perdidos que nos hemos sentido los universitarios al terminar la carrera. Sigue escribiendo! Un abrazo. Maite

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  2. Menos mal que al final sí saliste de allí, estudiaste y te colocaste.

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