martes, 28 de enero de 2014

EVA Y ADÁN


Tras regresar de mi primera estancia en el extranjero como auxiliar de conversación de español en Irlanda, volví a España con mi inglés perfeccionado al lugar del que había partido: la lista del paro.
Como había acumulado tiempo cotizado, conseguí acceder a la prestación por desempleo durante seis meses y como no encontraba ningún empleo me decidí a inscribirme en un curso de “Formador Ocupacional” también llamado “Formador de Formadores”.  No podía evitar sentirme como una matrioska cada vez que me sentaba frente a la formadora que salió del paro para formar a formadores sin trabajo para que éstos a su vez formaran en un futuro a desempleados. Esa era sin duda la prueba fehaciente de que la sociedad industrial del siglo XIX había mutado en algo distinto.  El curso se impartía en Málaga y tuve que alquilar un piso compartido. A mis compañeros los conocí allí, en el curso de parados que se forman para formar a parados.
Una de mis compañeras era una chica que había estudiado psicología y había hecho un máster en sexología como a ella le gustaba resaltar cada vez que conocía a alguien.
Además de licenciada en psicología especializada en sexología estaba loca de atar.
El curso era por la tarde y nosotros, que no teníamos nada que hacer por la mañana, nos tomamos muy a pecho la importancia del tiempo de descanso que el doctor Manuel Torreiglesias recomendaba en su programa  “Saber Vivir” y nos levantábamos cuando el cuerpo nos lo pedía.
Como a ninguno nos gustaba desayunar solos, el primero que se levantaba se aseguraba de hacer el suficiente ruido en la cocina para despertar a los otros hasta que cogimos confianza y nos despertábamos dando palmadas y gritándonos: “Venga, vagos redomados, salid de vuestro letargo y haced algo productivo por el país”.
Los desayunos se prolongaban hasta la hora del aperitivo. Muchas veces, cuando terminábamos de desayunar, caíamos en la cuenta de que teníamos el tiempo justo para ducharnos y prepararnos para el curso.
Confieso que me divertía horrores desayunando en la cocina mientras hacíamos terapia en clave de humor ácido riéndonos de nosotros mismos.
En aquella época, el boom de la construcción estaba en su máximo apogeo y la tele solo arrojaba datos optimistas del empleo en España:
“El paro vuelve a bajar por sexto mes consecutivo…”
-¿Cómo es posible?- gritaba la sexóloga loca a la pantalla- ¿A dónde habrán ido a recoger el muestreo los capullos de la EPA? Si hubieran venido a esta casa no diríais lo mismo: tres parados de tres en edad activa.
Luego nos reíamos a carcajadas por no llorar. Ninguno de los tres encontraba nada que se le pareciese a un trabajo digno por muchos currículums que entregáramos en las famosas ETTs o en los buscadores de empleo en internet.
-Ayer me llamaron con desconocido y pensé que se trataba de alguna empresa a las que envié el currículum pero luego comprobé más tarde que se trataba de una agencia de seguros que pretendía captarme como cliente- comentó mi compañero.
-A mí ya no me quedan más colegios privados a los que enviar el currículum, ya me he inscrito en Infojobs como personal de atención al público con idiomas  aunque no sepa muy bien qué es eso - añadí yo.
-Yo estoy harta, voy a tener que montar mi agencia- apuntilló la loca.
Una mañana en la que mi compañero no estaba en la casa, la sexóloga desequilibrada me explicó su idea empresarial.
Por aquel entonces, las páginas de búsqueda de pareja en Internet no eran tan populares como ahora y a mi compañera se le había ocurrido crear una agencia matrimonial.
-Tú podrías especializarte en los clientes extranjeros, por ejemplo. Podríamos anunciarnos en el periódico (internet estaba muy en pañales) Yo hago las fichas y busco afinidades entre los candidatos de la base de datos. Tú recibes a los clientes. Podríamos organizar actividades tipo “talleres de caricias” que yo impartiría, no te preocupes; cenas y bailes, excursiones… Seguro que nos va bien porque no hay nada así.
Mi compañera pretendía que nos convirtiéramos en lo que eran Verónica Forqué y Antonio Resines en la serie: “Eva y Adán, Agencia Matrimonial” y lo peor de todo es que yo le seguía el juego:
-Podríamos también ir reclutando clientes a pie de calle. Habría que crearse unas tarjetas especiales con un eslogan con gancho tipo: “Engánchate al último tren” o “Si el amor no llama a tu puerta, llama tú a la nuestra”.
Insistía en que había que centrarse en la tercera edad convirtiéndome así en un visionario de lo que más tarde haría Juan y Medio en Canal Sur por las tardes.
Estallábamos en carcajadas en el sofá mientras nos visualizábamos emparejando a abueletes.
-Bueno, ¿y cuánto cobraríamos por el servicio?- preguntaba yo.
-Yo creo que habría que establecer una cuota de alta tipo matrícula y luego cobrar honorarios en caso de encontrarles pareja a los clientes.
-¡Ya! Pero ¿cómo podemos estar seguros de que una vez que los clientes se hayan conocido y se hayan emparejado no nos mientan y nos digan que no se han gustado para ahorrarse nuestro impuesto sobre el amor?
Era tal nuestro estado de desesperación por trabajar que fantaseábamos con empresas descabelladas y carentes de futuro.
Y sin embargo, cada día soy más consciente de que el germen de los grandes proyectos es casi siempre una idea disparatada e insensata. La locura sigue cimentando grandes negocios que en su etapa embrionaria eran eso: necedades con poco futuro.
¿Quién sabe que hubiera pasado si nos hubiésemos tomado en serio aquel ridículo proyecto? ¿Acaso las páginas de búsqueda de pareja tipo E-Darling o Meetic no surgieron de unas mentes un tanto chifladas que optaron por tomarse en serio sus majaderías?

 

 

 

 

 

 

 

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