Cuando hube terminado la entrevista, el jefe de recursos
humanos me invitó a sentarme en unos banquillos con el resto de candidatos
mientras decidía cuál de los allí congregados sería contratado y cuál enviado a
la empresa con más personal de España: el INEM.
Me pareció una americanada el tener que esperar los
resultados de una entrevista reunido con el resto de aspirantes en una sala de
espera. De hecho, llegué incluso a sospechar que había una cámara oculta que
estaba grabando las conversaciones y el comportamiento de los solicitantes así
que yo ,por si acaso, seguí con mi cara de querubín irresistible al que
cualquiera contrataría sin vacilar lo más mínimo.
Allí estábamos todos esperando como quién aguarda la salida
de la enfermera para decir si había resultado ser niño o niña y el peso del
neonato.
No hablé con nadie porque por aquella época yo era bastante
turbado y retraído, pero la sonrisa artificial de mi cara no se desdibujó en
ningún momento.
Transcurridos unos veinte minutos, el reclutador salió de su
despacho y me pidió el DNI y la cartilla del paro, mi más leal compañera desde
que cumplí los 16, y me explicó que el
contrato que me iban a hacer era más bien poca cosa pero que con el finiquito y
las comisiones sería una suma más sustanciosa y me contó que tenía que
someterme a un curso de formación indicándome el horario.
¡Por fin iban a tener noticias mías en la Seguridad Social y
podría quejarme de pagar impuestos y exigir cosas tal y como hacía la gente que
trabajaba dada de alta! Desde aquel momento dejaba de ser un estudiante y me
convertía en un trabajador al que sólo le faltaba que lo contrataran tres meses
y medio más para poder acceder al subsidio.
El día en el que comenzaba el proceso de formación de los
nuevos empleados, acudí puntual a mi cita. Ya formaba parte de una ingente
plantilla de trabajadores. El inmenso salón donde nos concentraron estaba lleno
de sangre joven que reportaría cuantiosos beneficios a la empresa en calidad de
incentivos a la contratación de menores de 25 años que acceden a su primer
empleo.
La formadora era una mujer que caminaba por la sala como si
fuese la Reina Isabel I de Inglaterra en su corte en el periodo de esplendor
cultural británico. Nunca he visto una mujer con más aplomo, seguridad y
vanidad rozando la soberbia extrema. Se refería a la empresa como si fuese un
templo y a su profesión como si fuese insustituible. Se me quedó grabada una de
sus frases:
-Yo decidí hacer carrera aquí. Recuerdo mi primer día andando
orgullosa por todos los departamentos con mi placa bien colocada en el
uniforme.
Era tan sumamente solemne cuando hablaba que rozaba la
caricatura. Recuerdo que una chica le preguntó qué cómo era conveniente ir
peinada y maquillada al trabajo a lo que ella, mirándola fijamente y con voz
majestuosa replicó:
-Cuando te levantes por la mañana y te mires al espejo tras
haberte arreglado, debes mirarte a los ojos fijamente y preguntarte a ti misma:
¿Estoy preparada para ejercer como vendedora en X? Tú misma te darás la
respuesta.
Me impresionó tanto que nadie dijese que eso no era una
respuesta precisa y objetiva que confieso que le robé la explicación y que yo
mismo la doy a veces cuando tengo que
convencer a alguien de algo: ¿No estás seguro de si vas vestido de manera
apropiada para la ceremonia? Mírate al espejo y pregúntate a ti mismo mirándote
a los ojos si lo estás y lo sabrás de inmediato ¿Crees que tu pareja no va a
aprobar de tu comportamiento? Mírate al espejo fijamente y pregúntale a esa
carita de Bélmez que se muestra frente a ti que seguro que te dice la verdad,
toda la verdad y nada más que la verdad, rey/reina.
Luego llegó el engorroso momento de afrontar las cajas
registradoras. Cuando yo había acudido al establecimiento del que ahora era
empleado en calidad de cliente, parecían
tener un mecanismo más simple que un desatascador de tuberías. Sin embargo,
cuando la reina Isabel I de Inglaterra comenzó a dictar códigos a mansalva para
los cientos de tipos de transacciones habidas y por haber me encomendé en cuerpo
y alma a la virgen del Rocío. Para pago en metálico había que marcar un código,
para pago con tarjeta otro, para pago mixto otro, para devolución en metálico
otro y así para un sinfín de posibles vicisitudes: pago con tarjeta regalo,
tarjeta de novios, tarjeta de cliente VIP, vale descuento especial, canjeo,
canjeo parcial, etc. Incluso había que marcar un código si veías algún
sospechoso de robo o si te habían pagado con un billete falso para que
acudieran los de seguridad. A esto había que sumarle todos los códigos a
marcar en caso de devolución. Me hice un
lío y sólo aprendí a cobrar en metálico, así que me convertí en un vendedor de
mercadillo pero trajeado, porque había que ir a trabajar en traje y no te lo
daban ellos.
Como en mi armario sólo tenía vaqueros, camisetas y
deportivas, tuve que recurrir a mi hermano que me prestó un traje que me
quedaba un poco grande. Cada mañana, me disfrazaba de comercial experimentado
antes de irme a mi lugar de trabajo. Mi horario era de una de la tarde a diez de
la noche con una hora de pausa para el almuerzo.
Los quince días que estuve trabajando, que en un principio me
parecieron una racanería, se convirtieron en una eternidad.
¿Es usted empresario y necesita renovar o reforzar su
plantilla por cuatro perras gordas pero quiere seguir dando imagen de
profesionalidad en su negocio? Tengo la solución. Reclute a un grupo de
pardillos que le cuenten cuatro milongas en la entrevista de trabajo, contrate
a Isabel I como formadora, hágales un contrato de trabajo basura y oblíguelos a
ir de traje a su empresa.
Os recuerdo que yo tenía que disfrazarme cada día antes de ir
a trabajar con mi traje prestado de una talla más.
Nada más poner un pié
en el departamento de librería y fichar marcando el código que me habían
asignado, me abordó la primera clienta:
-¿Les ha llegado ya el último libro de “El Capitán
Calzoncillos”?
Mirada atónita. ¿Pero eso existe? Seguro que me ha tocado la
típica clienta chalada.
-Un momento que lo compruebo ahora mismo en la base de datos
del ordenador.
El programa de base de datos de aquel entonces era bastante
rudimentario. Yo aprendí a consultarlo. El programa era bastante malo. Te decía
solamente si había stock o no, pero no te decía dónde estaba el libro. Consulté
y salió que sí, pero cómo no sabía dónde estaba le dije a la clienta que estaba
al llegar. Por un momento me trasladé a mi infancia cuando jugaba a las
tiendas. Era lo mismo. Representar una farsa actuando con buena predisposición
y mostrando interés y respeto por el cliente sin llegar a vender nada.
Luego ya empecé a conocer al resto de vendedores veteranos a
los que yo había endiosado porque se sabían todos los códigos de transacciones
tal como mi maestra de cuarto de primaria se sabía las preposiciones de memoria
y nos las recitó un día en clase dejándonos a todos con dos palmos de narices: “a, ante, bajo, cabe, con, contra, de,
desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, so, sobre y tras”
¿Cómo es posible que esta mujer no sea ministro con todo lo que sabe?
Entre mis compañeros me llamaron la atención dos especialmente.
Uno de ellos, llamémoslo R., era un vendedor de mediana edad que había echado
los dientes allí y no es que se supiera los códigos de memoria, es que él había
inventado los códigos, estoy seguro. R. era el número uno siempre en el ránking
mensual de los empleados con mayor volumen de ventas. Como en estos grandes
almacenes los vendedores van a comisión, ahora entendía por qué se abalanzaban
a mí cada vez que entraba allí como cliente. R era corpulento, bueno, era un
oso trajeado, y sus compañeros le tenían una mezcla de admiración, envidia y
asco. Conmigo fue educado, se obstinaba en que me pusiera a reponer mercancía
cuando más afluencia de clientes había, según él para que me fuera
familiarizando con la localización de los libros y según yo para que no le
pisara ventas.
Los primeros días, hice como que me creía sus buenas
intenciones pedagógicas pero al tercer o cuarto día pegué un zapatazo
(metafórica y literalmente, puesto que los zapatos tampoco eran de mi talla y
me molestaban) y me lancé a cazar clientes.
El departamento de librería era un auténtico caos, todo
estaba manga por hombro. Ya no es que los libros no estuvieran ordenados por
género o por orden alfabético, es que los propios empleados ponían los libros
donde les salía de sus aparatos genitales cuando reponían mercancía, tal vez
para evitar que los demás accedieran al título que el cliente buscaba para
poder apropiarse de la venta y por ende de la comisión correspondiente.
-Oye ¿tú no dices que has estudiado filología inglesa? -inquirió
el oso trajeado.
-Sí, terminé el año pasado.
-Pues cuando venga un guiri te lo paso que yo no hablo ni
papa de inglés.
Como mi madre nunca se equivoca, pensé: “Cuando el tabernero
vende la bota, o sabe a pedo o está rota”. Efectivamente, en la librería no
había libros en otros idiomas por aquel entonces, con lo que los extranjeros
que allí iban lo hacían buscando a lo sumo un plano de la ciudad que costaba el
módico precio de ochenta céntimos aproximadamente con lo cual yo me llevaba una
comisión de 0,00000008 céntimos de euro sujetos a reducción fiscal por cada
plano vendido.
Cómo sobreviví al oso trajeado y qué otros especímenes conocí
durante el resto de mis días allí os lo seguiré contando en otro artículo.
Qué bueno conocer cómo fueron tus primeros pasos en el mundo laboral.
ResponderEliminarSigue contándonos, que engancha.
Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu. Sigue escribiendo. Mi mujer y yo disfrutamos mucho con tus escritos, sobre todo con las citas sabias de tu madre. Un abrazo.
ResponderEliminarMuy bueno. Yo diría que sé hasta de qué empresa se trata porque más o menos siguen haciendo lo mismo.
ResponderEliminarEste lo comparto también en face