domingo, 19 de enero de 2014

CARNE DE RUTINA


Desde que suena el despertador cada mañana hasta que llego al trabajo soy prácticamente un autómata. Tanto he automatizado la concatenación de sucesos matutinos que los llevo a cabo pensando en cualquier otra cosa.
No necesito oír el despertador la mayoría de las veces. Mi parte robot curtida por la costumbre se encarga de hacerlo unos cinco minutos antes de que suene. La gente dice que el cuerpo se acostumbra a levantarse siempre a la misma hora. Yo no estoy de acuerdo, si me ocurre esto es sin duda alguna porque le tengo miedo. Muchas veces me levanto nervioso buscando el móvil (es lo que uso como despertador) para darle al botón de anulación de alarma y en ocasiones en las que empiezas el día de manera torpe y no aciertas a encontrar lo que buscas con agilidad, lo he metido rápidamente en el cajón de los calcetines y me he ido al cuarto de baño para no escuchar el infernal estruendo que me monta para evitar que se te peguen las sábanas.
Desde que tenemos teléfonos móviles no quedan apenas despertadores de los de antes y los fabricantes, quizás tan asustados como yo de oír el escandalizante ruido de sus respectivos despertadores cada día, han ideado toda una gama de tonos de alarma que van in crescendo para hacerte el proceso lo menos traumático posible. Para mí siguen siendo estruendo y alboroto.
Uno de mis primeros despertadores fue uno comprado a un marroquí (evito el término moro adrede por la noticia que escuché en la tele hace poco: una asociación de habitantes del norte de África que vive en España reclama a la RAE que indique en el diccionario las connotaciones ofensivas de esta palabra. Uno de ellos, médico de profesión, decía que para él llamarlo moro era igual que escupirle a la cara. Luego salía una señora de pueblo diciendo que para ella seguirán siendo moros “como toda la vida” y yo no pude evitar deshacerme en carcajadas delante del televisor)
Pues eso, el despertador que le compré al caballero proveniente del país de Marruecos era de hierro y pesaba aproximadamente un tercio de mi peso corporal. Tenía dos campanillas huecas  en la parte superior y un martillito entre ambas que se activaba cuando daba la hora en la que tenía que hacer su trabajo y no es que lo hiciera de manera efectiva, despertarme  me despertaba, sino que además lo hacía con palpitaciones y sensación de confusión y pérdida de interés por la vida; vamos, lo que viene siendo una depresión ¿cómo puede una persona querer seguir viviendo oyendo un artilugio con tan poquísimo tacto cada mañana? Fue sin duda al cabo de unos días cuando mi subconsciente desarrolló la táctica de supervivencia de espabilarme cinco minutos antes de que suene la alarma para evitarla. Era eso o no verle sentido a la vida.
Una vez que me he despertado y he conseguido ganarle la batalla al invento infernal, acudo raudo a la ducha. Si he decidido comer cereales, o más bien, si me quedan cereales, los pongo en remojo con la leche para que estén tiernos después de la ducha. Toda la publicidad de cereales está centrada en resaltar cómo quedan crujientes en todo momento. Es falso, todos se hacen una pasta a los cinco minutos de  entrar en contacto con la leche, como a mí me gustan.
Las personas de este mundo podrían ser clasificadas en dos grupos: los que odian los cereales crujientes (aquí voy yo) y los que los odian tiernuchos y que dan arcadas (ahí va mi hermana).
Cuando me meto en la ducha soy capaz de dejar de pensar; de hecho, es el único momento en el que consigo desconectar y darle una tregua a mi obsesiva mente: debajo del chorro de agua caliente. Me gusta llamarlo hidroterapia. Me meto en la ducha  por la mañana y dejo la mente en blanco. El problema es que cuando he querido utilizar esta táctica en horario de tarde, no sólo no ha surtido efecto, sino que le he dado más vueltas aún al tema que quería ignorar al menos momentáneamente. La única ducha terapéutica es la de por la mañana temprano una vez le has ganado la batalla al despertador adelantándote unos minutos.
Después de salir de la ducha, si me he levantado de buen humor, me gusta escribir con el dedo algo en el espejo empañado del baño: “X  es gilipollas”, por ejemplo,  y reírme mientras me cepillo los dientes. Si me he levantado negativo, directamente limpio el vaho con la toalla y comienzo a centrarme en los detalles negativos de la persona que me mira mientras me cepillo los dientes delante del espejo: le ha salido un grano, cómo se nota que está envejeciendo el cabrón, su tez está perdiendo tersura, hoy tiene muchas ojeras.
Cuando salgo del cuarto de baño, tengo que evitar que la gata entre; últimamente le ha dado por meterse en la bañera cuando yo salgo de la ducha, ponerse chorreando y dejar la huella de sus patitas por toda la casa. Como tiene su arenero en el baño y me denunciarían por crueldad contra los animales si le cierro la puerta, he ideado una estrategia ridícula a la par que eficaz: pongo un peluche de guardián en la bañera hasta que se seca y así no salta, le tiene pánico a los peluches. La gata persa, además de persa es medio retrasada y vilmente cobarde. También he descubierto que se caga de miedo si hago ruido con las bolsas de plástico cuando las hago una bola antes de guardarlas.
A diferencia de la mayoría de la gente que planifica la ropa que se va a poner el día de antes para no perder tiempo por la mañana, yo me dedico a perder el tiempo intentando elegir qué ropa ponerme cada mañana. También podríamos dividir el mundo en dos grandes grupos de personas: los que pierden el tiempo por la noche en decidir la ropa del día siguiente y los que lo pierden por la mañana.
Una vez me he vestido, procedo a tomarme los cereales tiernuchos y que dan arcadas según mi hermana o dos tostadas si no quedan cereales, o simplemente un vaso de leche si no me queda pan, o directamente me insulto a mí mismo si no hay nada que comer diciéndome que soy un desastre y tengo que hacer la compra algún día de estos  infringiendo así la máxima principal de cualquier libro de autoayuda: usar siempre el autodiálogo positivo.
Antes de salir tengo que comprobar que la lucecita de la tele en “stand by” está apagada. Es una manía que desarrollé cuando leí un texto que venía en mi libro de italiano de quinto de la EOI que trataba sobre estrategias de ayuda al ahorro y al medio ambiente:
“E non dimenticare di spegnere la spia prima di andare a letto” (No olvides apagar la luz de “stand by” antes de acostarte) Yo soy muy de seguir recomendaciones que leo en algún sitio y me hacen gracia o me gusta como suenan.
No sólo no olvido apagarla antes de irme a la cama, sino que lo hago cada vez que salgo de casa. Esta costumbre tan amiga del medio ambiente la estropeo cada mañana cuando recojo la bolsa de basura para tirarla al contenedor aprovechando que me pilla de paso a la estación de tren. Lo confieso: no reciclo. Además, tiro la basura por la mañana, fuera de horario (lo sé, es para arañarme la cara)  Como la llevo en una bolsa de una conocida cadena de supermercados, nunca la ato hasta que llego al contenedor; así, si me pilla la policía local, siempre puedo alegar que es la compra y si me mira más de cerca puedo simplemente contarles que tengo el síndrome de Diógenes o que estoy buscando en la basura algo que había tirado por equivocación. Cualquier cosa antes de que me pongan una multa. Tengo bien ensayada la escena por si algún día tengo que representar alguno de los tres papeles que he citado.
Desde que mi subconsciente me levanta cada mañana cinco minutos antes de que suene la alarma del despertador por miedo al sobresalto hasta ese momento soy eso: carne de rutina urdida por la costumbre y mecanizada por la monotonía.

 

 

 

4 comentarios:

  1. Enhorabuena por el blog, me lo he leído del tirón. Espero tus próximos artículos, tienes una forma de escribir que engancha. Sigue deleitando. Besos.

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  2. Me he reído muchísimo con tu artículo y me siento totalmente identificada, especialmente con el tema del despertador, el pensar lo que me pongo por las mañanas y lo de tirar la basura cuando no se debe y comerme el coco por si me pillan ...
    ¡Felicidades profe!

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    1. Gracias por leerme y compartirme, Nuria. Por cierto, ¿cómo llegaste a mi blog?

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